lunes, 30 de octubre de 2017

Relato Invierno

Relato “Invierno interminable”



Prólogo


Año 2018, abril. Berlín, Departamento de Inteligencia Meteorológica Militar A-14, 15:35 h.


Abrí los ojos de golpe. Por un momento me convencería de que había tenido una pesadilla. Sin embargo, el temblor de todo mi cuerpo me negó ese pensamiento. Maldita sea, no hay manera de dormir más de cuatro horas seguidas sin que me congele, y eso que llevo el uniforme puesto.
Eché a un lado las tres mantas que me cubrían todo el cuerpo. Mi habitación no tenía nada fuera de lo común a otras habitaciones: la típica mesita de noche, el armario de ropa… lo de siempre. Y la ventana. Esa ventana por la la que observo al exterior desde hace meses. Y esta vez no sería una excepción.
Me levanté de un salto a pesar de llevar puesto el molesto uniforme de invierno y miré a través de la cristalera. Dibujé una mueca de frustración: la condenada nieve seguía allí, cubriendo toda la calle tres centímetros por encima del suelo. Uno se preguntaría por qué había tanta nieve en abril, en la capital de Alemania. Desde el año pasado hasta este día, el invierno ha perdurado incesante, sin dar atisbo alguno de atenuar. Nadie pudo explicar el fenómeno por aquel entonces, ni siquiera nosotros. El mundo entero desvió su atención a este fenómeno sin precedentes, y aún no sabíamos nada en los últimos cinco meses.
Fui al baño para olvidarme de la capa nívea. Llegué al lavabo y me posé en él con ambas manos, mirando en su interior. Luego levanté la mirada para ver mi rostro: mis ojos azules claro estaban adornados por prominentes ojeras, y mi cabello rubio semi revuelto estaba recogido por una coleta.
  —“Mírate, Tanya. Estás perfecta para un día más de inútil trabajo” —me dije a mí misma mientras cubría mi boca con una mano antes de bostezar.
Me lavé el rostro con agua fría muy a mi pesar. Salí del baño y cogí mi chaqueta colgada en la puerta. Mi compañero debía de estar esperándome. Pero lo importante era que teníamos que encontrar una explicación racional al fenómeno del invierno interminable, antes de que pudiese tener graves consecuencias.




Capítulo 1


—Comandante Wolf —me saludó mi segundo al mando por mi apellido sin despegar el rostro del monitor.
—Sargento Engels —respondí de igual manera. Me pregunté cuánto tiempo llevaba en la misma posición Conrad, analizando datos registrados de la atmósfera. A este ritmo, este trabajo acabará con nosotros antes que el frío.
—Conrad —le dije en un tono medio simpático, algo inusual en mí—, deberías ir a descansar. Pareces cansado.
Mi subordinado giró sobre su silla para mirarme cara a cara y me sonrió.
—Acabo de ponerme. Y la que está muerta de sueño eres tú, Tanya —volvió su mirada al monitor, ampliando su sonrisa—. Pero agradezco que de vez en cuando muestres simpatía.
Sonreí mientras apretaba los dientes para contener mi ira. Siempre tan gracioso conmigo, a pesar de ser su superiora. Tendría que reprenderlo por aquel comentario, pero a estas alturas las formalidades eran algo que quedaban relegadas a un segundo plano; simplemente, me limitaría a devolvérsela. Fui hacia mi ordenador, situado junto a él.
—No hay de qué. ¿Alguna novedad? —pregunté mientras me sentaba y encendía la pantalla.
—Nada, de momento. El jet stream mantiene su curso bajo en todo el hemisferio. Las temperaturas siguen en dos grados bajo cero, menos en algunas regiones, donde las temperaturas son templadas por su naturaleza climática…
—Si no hay nada nuevo no es necesario que me recites lo mismo una y otra vez.
—Pero… hay que registrar todos los datos, aún si estos son semejantes.
—Y tampoco hace falta que me lo recuerdes todo. Limítate a decir “ninguna novedad” y nos ahorramos tiempo y saliva.
—Vaya… parece que ya has vuelto a la carga —musitó Conrad, sin tomarse la molestia de procurar de que no lo escuchara.
—Es lo que tiene tener mi rango; si no muestras firmeza de vez en cuando, tus subordinados se pueden volver un poco… imbéciles.
—Vale, vale —levantó las manos del teclado—. Tú ganas. Me ha quedado claro. Intentaré no pasarme la próxima vez.
—Así está mejor —sonreí maliciosamente esta vez. De pronto, un pitido procedente de los ordenadores llamó mi atención. Eché un rápido vistazo a mi pantalla, buscando el origen de la alarma. Abrí una ventana, la cual estaba conectada a un satélite que medía en todo momento la temperatura de toda Asia. Un punto rojo fijo en la parte norte del continente destacaba en el mapa virtual azulado de la pantalla.
—¿Qué dem…? —musité más para mí misma más que para mi compañero. Entonces, justo en ese momento, desapareció la señal.
—¿Has visto eso? —me preguntó de pronto Conrad.
—Sí… veamos qué ha sido —tecleé rápidamente un par de comandos para que el ordenador mostrase las coordenadas exactas de aquella efímera señal.
Me alejé ligeramente de la pantalla, sin poder evitar mostrar mi sorpresa. Las coordenadas nos indicaban que procedía del norte de Rusia, concretamente en Siberia.
—¿Qué ha podido ser esa anomalía? No parece que las temperaturas hayan variado…
—Puede que no haya sido nada… o puede que sea la clave para explicar lo que está pasando en el mundo —descargué los datos en un pendrive, me levanté de un salto y cogí mi abrigo. Me detuve cerca de la entrada y miré por encima de mi hombro de forma desinteresada—. ¿Hace falta que te diga que vengas conmigo?
—¿Qué? ¡Oh, perdón, señora! Deje que coja mi abrigo.
Suspiré poniendo los ojos en blanco mientras aguardaba. Me pregunté si no me habrían dejado bajo mi mando al teniente más torpe del ejército.




Capítulo 2


Cuartel general Endlos Winter, 15:47 h.


Tras atravesar el manto blanquecino que separaba nuestro departamento del cuartel general arrastrando pesadamente nuestras piernas, entramos en recepción y nos sacudimos la nieve de las botas y de nuestros abrigos.
Fui directamente hacia el guardia que estaba vigilando la sala a través de las pantallas de las cámaras de seguridad.
—Tenemos que ver al general Strauss de inmediato. Es importante.
El guardia levantó su mirada seria de las pantallas.
—Tendréis que darme sus nombres y la unidad a la que pertenezcan.
—“Maldito sea el protocolo” —cerré los puños ligeramente. Aclaré mi garganta ligeramente antes de identificarme—. Somos la comandante Tanya Wolf y el teniente Conrad Engels, del Departamento de Inteligencia Meteorológica. Tenemos novedades.
—Le informaré de inmediato —descolgó el telefonillo y marcó un número rápidamente. Esperé a que intercambiaran unas palabras hasta que volvió a colgar.
—Bien. Pasen a la sala de mando, les estará esperando.
Me giré hacia mi compañero y le hice una señal con la cabeza para que me siguiera.
No tardamos más de cinco minutos en llegar hasta el centro de mando: allí, diversos técnicos estaban monitorizando otras pantallas saturadas de datos bajo la severa supervisión del general Strauss y su acompañante, el doctor Lewick. Tuve que contener una mueca desagradable al ver al segundo individuo. El doctor y yo tenemos una tensa relación desde que nos conocimos. Simplemente, tenemos pensamientos dispares.
Los dos hombres se percataron de nuestra llegada. Lewick no pareció mostrar desagrado al verme, aunque supuse que lo estaría ocultando como yo. Me puse firme frente al general y realicé el saludo marcial, a lo cual este me imitó.
—Señor, traemos novedades de nuestra investigación.
Strauss miró un momento a Lewick, y después volvió a encararse a mí.
—Cuéntenos qué ha encontrado, comandante.
Le entregué el pendrive mientras le explicaba lo sucedido.
—Ha sucedido una breve anomalía en la atmósfera. Ha sido en el norte de Asia.
—¿En Siberia? —me interrogó en un tono levemente sorprendido.
—Así es. Pueden comprobarlo de ese pendrive.
Sin más dilación, Strauss lo conectó a su ordenador. A continuación, se encendió una ventana con todos los datos registrados en la última media hora, y se detuvo en el breve intervalo en el que aparecía la anomalía. Nos aproximamos para ver mejor el registro de datos de aquella zona concreta.
—La temperatura ha bajado medio grado… —musitó el general.
—Sólo en esa zona, y por dos segundos —añadí. Con estas pruebas estaba segura de que pasaríamos a la acción, en lugar de seguir encerrados en nuestra base.
—¿Qué opina, Lewick?
El doctor se frotó ligeramente la barba, seguramente considerando si tenía que darme la razón o rebatirme, como de costumbre.
—Con todos los respetos —ya se lanzaba a la carga, de modo que intenté mantener mi postura impasible—, podría tratarse simplemente de un hecho aislado.
—Explíquese —exigió Strauss cruzando los brazos mientras yo apretaba los dientes molesta.
—Veréis, como bien sabemos todos, hace millones de años la Tierra alternaba ciclos polares, donde casi la mitad del globo quedaba congelada, y ciclos interpolares, como en el que vivimos ahora, donde esa congelación retrocede debido a una mayor aproximación al Sol. A lo que quiero llegar es que científicos de todo el mundo han llegado a la conclusión de que estamos entrando en una nueva era polar. Según los cálculos, han pasado cientos de miles de años desde el último…
—Cientos de miles —le interrumpí al fin, cansada de escuchar sus teorías—, no millones de años, como tan bien estudiaron esos mismos científicos. Los ciclos han tenido intervalos de millones de años, doctor.
Lewick cruzó sus brazos, mostrando claramente su disconformidad conmigo.
—¿Acaso crees que todos ellos se equivocan? ¿En qué te basas, Tanya?
—En esa anomalía —señalé con el dedo la pantalla donde aparecía el punto rojo—. ¿Cómo es posible que sólo en esa zona haya disminuido la temperatura medio grado, y en el resto de la región haya permanecido igual?
—Puede haber sido a causa de un agujero en la capa de ozono —me replicó elevando ligeramente el tono—. Al fin y al cabo, durante los últimos años el cambio climático la ha afectado severamente. Y es posible que por esa misma causa se haya acortado drásticamente el periodo para la próxima glaciación.
—Oh vamos, no me hagas reír con la excusa del efecto invernadero…
—¡Ya basta! —sentenció nuestro general de pronto, haciéndonos enmudecer al momento—. No necesito que discutáis vuestras teorías. Necesito respuestas concluyentes. Comandante Wolf, agradezco que hayas comunicado esto, pero no podemos…
—¡Señor! —interrumpió súbitamente un técnico—. ¡Estoy detectando anomalías en todo el hemisferio!
—¿¡Qué!? —dijimos todos al mismo tiempo. El general encendió la pantalla principal de inmediato: en ella apareció un mapa global saturado de puntos rojos similares al que habíamos detectado Conrad y yo.
—Mierda, esto no es bueno —musité entre dientes. Me percaté que las anomalías estaban afectando sobre todo a la zona de Ecuador, y en menor medida al resto del globo.
—¿Qué está provocando todo esto? —preguntó Lewick al técnico.
—Es el jet stream, se está desplazando rápidamente a la franja de Ecuador.
—Imposible… —murmuró el doctor. Lo miré de reojo al decir aquello: su mirada resaltaba su confusión total—. La “corriente en chorro” nunca se ha desplazado tan radicalmente, y menos en las regiones más cálidas.
Debía de pensar en algo, y rápido. De lo contrario, si las temperaturas descendían demasiado, millones de vidas corrían peligro de muerte. Intuitivamente, observé un pequeño televisor colgado en lo alto de una pared: en él pude ver el noticiario, que ya había advertido del descenso de temperaturas, mientras aparecían de forma intermitente imágenes de las calles. En una de ellas vi a un vagabundo sentado en la calle, arropado con toda su ropa vieja y recogiéndose en sí mismo… y a pesar de todo, temblaba.
—Se nos acaba el tiempo… —murmuré para mí misma. Tenía que pasar a la acción—. ¿Tienen algún punto de origen todas estas anomalías?
—Esto… —tecleó unos comandos, hasta que en la pantalla principal apareció remarcada una pequeña zona de Siberia. La misma donde habíamos detectado nuestra singularidad—. Al parecer… algo está como empujando la corriente de la atmósfera desde esta zona, aunque está bastante apartada de los demás puntos.
Strauss, Lewick y Conrad se giraron hacia mí con mirada sorpresiva. Sonreí para mis adentros. Rebate esto, Lewick, pensé. Soy la mejor en esto, alardeé en mi mente.
—Parece que tenías razón, Tanya —terció Strauss—. Tenemos que enviar un equipo especialista allí de inmediato para descubrir qué está provocando este interminable invierno. Al fin y al cabo, es la única pista con la que contamos.
—Me ofrezco para participar en la misión, señor. El teniente Engels me acompañaría.
—Bien. Os asignaré un equipo para que os acompañen. Quiero que lleguen al final del asunto, y rápido —me percaté que desviaba su atención al mismo televisor que había observado anteriormente—, antes de que sea demasiado tarde.




Capítulo 3


Norte de Siberia, región despoblada, al día siguiente, 12:19 h.


El viaje se me hizo eterno. Después de reunirnos con un pelotón de soldados y de equiparnos con todo lo necesario (armas incluidas), un avión de transporte militar nos llevó a la región de Siberia, donde aterrizamos en una base rusa. Cuando se trataba de un problema que afectaba por igual a todos, a los políticos no les costaba nada ponerse de acuerdo para cooperar, la verdad. Advertimos que, debido a que habíamos llegado casi al anochecer, sería mejor continuar al día siguiente por la mañana, pues el invierno se recrudecía de forma dispar allí en comparación que en Berlín. Para ello, también trajimos consigo unos trajes térmicos experimentales con los que podíamos permanecer en temperaturas extremas sin problemas.

Alrededor de las diez volvimos a embarcar en nuestro avión y seguimos nuestro camino. No tardamos mucho en llegar cerca del punto de origen, pero los pilotos nos advirtieron que teníamos que saltar en paracaídas, por lo que tuvimos que improvisar. Tras este pequeño inconveniente, tomamos tierra y seguimos a pie, con el localizador siempre en mano.
—Debemos estar a unos quinientos metros del objetivo —anuncié al poco tiempo mientras miraba la pequeña pantalla. Levanté la mirada, buscando algo que nos indicase que estábamos en el lugar correcto, pero no vislumbré nada; sólo la condenada nieve se extendía frente a nosotros hasta el horizonte. Por un segundo, me aterré ante la posibilidad de haberme equivocado de lugar. Sin embargo, todas mis dudas desaparecieron cuando vi un extraño montículo en mitad de aquel páramo. No sabía muy bien por qué, pero mi instinto me decía que ese era el lugar. Bueno, mi instinto y el localizador.
—Tiene que ser allí, en marcha.

Nos aproximamos con lentitud debido a la pesadez de nuestros trajes experimentales. Al cabo de un cuarto de hora, ya estábamos en la cima, pero aún sin novedad alguna.
—Tanya, creo que nos hemos equivocado —me dijo Conrad en tono desesperanzado.
—No, tiene que ser aquí. Lo detectamos en esta zona.
—Pero ¿y si el origen está a dos kilómetros de donde creíamos que estaba?
—Maldita sea Conrad, confía en mí. Sólo tenemos que… ¡Maldición! —estuve a punto de caer por el altibajo que teníamos enfrente. Me acerqué con cautela para mirar mejor lo que podía haber allí debajo y la sorpresa que me llevé fue mayúscula: el altibajo era tan abrupto debido a que había una compuerta de acero construida bajo la nieve. O, más bien, la nieve había cubierto una enorme entrada a un lugar construido deliberadamente en aquel lugar tan lejano para que pasara desapercibido.
—¿Qué demonios? —musitó Conrad, igualmente estupefacto.
—Esto se está poniendo serio —miré a mi compañero—. ¿Sabes lo que esto puede significar?
—¿Que es probable que la crisis del invierno no esté produciéndose por causas naturales?
—No soy precisamente fan de las conspiraciones, pero creo que esta vez es lo más factible. Bajemos.
Conrad me agarró del antebrazo.
—Espera, ¿vamos a bajar ahí? ¿Y si se enteran de que estamos aquí, sea quien sea?
—Somos los únicos que sabemos que esto está aquí, por no decir que nadie más que nosotros podemos acercarnos a este lugar gracias a los trajes. Y ahora seguidme todos.
Bajamos con cautela por la pendiente y nos situamos frente a la compuerta.
—¿Cómo la abrimos? —preguntó otra vez mi subordinado. Iba a ordenar a los demás que desplegaran las cargas explosivas que traíamos consigo cuando de pronto la pared de acero chirrió.
—Joder… ¡Se está abriendo! —maldije—. ¡Todo el mundo a los lados de la compuerta!

Nos dividimos en dos grupos y nos colocamos en fila en cada lateral mientras la puerta se abría lentamente. A los pocos segundos, apareció una figura también ataviada con un traje térmico. Sin pensármelo dos veces, me deslicé a sus espaldas cuando emergió un poco de la entrada y lo golpeé en la nuca con la culata de mi fusil. El individuo cayó como un saco sobre la nieve. Le hice una señal a los demás para que entraran dentro. Conrad y yo arrastramos el cuerpo también al interior. Cerramos la compuerta y le dimos la vuelta al desconocido. A continuación, le quitamos el casco con cuidado. Se trataba de un hombre de facciones curtidas, probablemente se trataba de un militar. La cuestión era a qué institución pertenecía.
Entonces restalló una voz impregnada de estática. Era un comunicador de mano. Le hice una señal a Conrad de que lo sacara del cinto y escuchamos.
—Mike, ¿has cerrado ya la puerta? —dijo la voz a través del “walkie”. A juzgar por el acento, juré que se trataba de americanos, lo cual me sorprendió sobremedida. Miré a mi teniente.
—Tú sabes algo de inglés americano —le recordé susurrando lo más mínimo—. Habla tú.
Conrad me miró con los ojos como platos. Cuando la voz volvió a preguntar por el nombre del incapacitado, mi subordinado aclaró su garganta antes de actuar.
—Todo despejado aquí fuera —trató de imitar el acento lo mejor posible.
—Bien. Vuelve a la sala principal. Corto.

Suspiramos aliviados porque no se hubiesen percatado del cambiazo. Conrad se guardó el “walkie” para prevenir posibles contactos con los hostiles.
—De modo que los americanos están detrás de todo esto… —dije con voz reflexiva—. Siempre he pensado que no era gente de fiar, pero esto ya alcanza otro nivel… tenemos que llegar al fondo del asunto cuanto antes.
Reanudamos la marcha hacia lo desconocido, y miré por encima de mi hombro a mi subordinado.
—Por cierto, Conrad, buen inglés —le sonreí pícaramente.


***

Caminamos prácticamente en línea recta por un túnel reforzado de acero iluminado por grandes luces artificiales. Me extrañé de no encontrarnos con ningún guardia, aunque tampoco me gustaría que fueran muchos más que nosotros.
Por fin, llegamos a la famosa “sala principal”. La entrada, con la compuerta abierta de par en par, estaba protegida por dos guardias armados con rifles, aunque estos no llevaban traje térmico, sino chaleco antibalas e indumentaria militar. Más allá la sala estaba llena de cajas de suministro, mesas con ordenadores y una sala de control a la izquierda. En el centro había un enrome aparato que jamás había visto antes que emitía un ligero sonido, indicando que estaba canalizando energía. De alguna forma, habían conseguido aislar esa sala del incesante invierno.
—Así que estos cabrones quieren dominar el mundo a base de dominar el clima —concluí entre dientes—. Bien, pues vamos a mostrarles que con el tiempo no se juega.
Sacamos unas pocas granadas de humo.
—Bien, muchachos. No es necesario que uséis munición letal a no ser que se nos eche encima todo un ejército. Cargad los fusiles con munición aturdidora.
Cuando todos los preparativos estuvieron a punto, nos acercamos más a la entrada y realicé una cuenta atrás con mis dedos. Luego, lanzamos las granadas al interior de la sala.
No tardaron en estallar y cubrir toda la estancia con gas blanquecino; casi al mismo tiempo se escucharon gritos de sorpresa.

Pasamos a la acción. Aturdimos a los guardias con la munición especial y entramos.
—Despejad la sala. Yo voy al centro de mando.
Mientras mis subordinados se encargaban de los demás soldados, yo subí escaleras arriba con rapidez. Salieron a mi encuentro dos militares con la intención de abatirme, pero fui más rápida que ellos y los aturdí en menos de un segundo. Sus cuerpos cayeron rodando escaleras abajo y los sorteé saltando. Luego llegué a la cabina. Entré en ella con el fusil en alto y escudriñando la estancia, hasta que vi a un hombre que parecía monitorizar el extraño aparato.
—¡Alto! ¡Por orden de las Deutsche Spezialeinheiten (Fuerzas Especiales Alemanas), está arrestado, de modo que retire las manos de esos controles!
El hombre se detuvo, pero no se alejó de la computadora. En cambio, me preguntó por mí.
—¿Y quién eres tú, soldado?
—Comandante Tanya Wolf. Y ahora ponga las manos arriba.
El hombre volvió a ignorar mis órdenes, pero esta vez dio media vuelta. Mis ojos se abrieron de par en par al reconocerlo.
—Pero ¿qué… Trump? ¿Donald Trump?




Capítulo 4


Norte de Siberia, en algún lugar de la “Zona cero”, 12:49 h.


No podía escapar de mi asombro. Cada vez esta misión escapaba más a nuestras teorías y expectativas. ¿Quién iba a decir que el nuevo presidente de Estados Unidos, elegido recientemente, iba a ser el que conspirara contra el mundo?
—“Aunque, por otro lado, este tipo está bastante zumbado…” —reflexioné fugazmente antes de volver mi atención en él.
—¿Se sorprende de verme?
—Que el presidente de una de las mayores potencias mundiales intente devastar el planeta manipulando el tiempo no es que sea algo que vea todos los días, la verdad.
—Je, que graciosa es usted. Pero piense en la situación antes. Lo que estoy haciendo aquí hará cambiar el mundo a mejor.
—¿Qué entiendes por “cambiar el mundo a mejor”? No me digas que has enviado el jet stream a la región de Ecuador para cargarte a toda la población que consideras “chusma”...
—Vaya… ¿tan obvio ha sido? —rio fríamente con sorna—. Intenté utilizar una política más pasiva construyendo un muro en nuestras fronteras, pero al ver la inefectividad de esa opté por algo más… radical.
—¿¡Radical!? —alcé el arma con mayor decisión, pensando si cargarla con munición letal—. ¡Está hablando de matar a la mitad del planeta!
—¡Una mitad que resulta un lastre para el resto!
Apreté los dientes. Para comentarios extremistas ya estaba yo para sacudir a Conrad.
—Pues —esta vez fui yo quien le dedicó una sonrisa—, en mi humilde opinión, es gente como usted la que es un lastre para el resto.
Su rostro se desfiguró por la furia que sentía. Había tocado la fibra sensible. Corrí hacia él, pues intuía que iba armado. Y así era: desenfundó una pistola y disparó. Realicé una pirueta justo a tiempo para que no me matara en el acto. Me situé frente a él de un salto y lo desarmé golpeando su mano con la culata, y luego le propiné un golpe igual en la frente. Trump dio un traspiés por la potencia del golpe y cayó de bruces contra el cristal, rompiéndolo bajo su peso y cayendo al vacío. Pero justo cuando iba a caer al transformador para acabar convertido en un cubito de hielo lo agarré de su traje bien planchado con ambas manos. Lo más triste fue verlo revolverse y gritando de sorpresa debido al trance en el que aún estaba sumido.
Lo enderecé de nuevo y lo zarandeé para que se relajara.
—Muy bien, señor Trump, como iba diciendo… está detenido.

***

Después de poner bajo custodia a todos los responsables y a su líder, utilizamos todas las cargas explosivas para destruir aquella máquina mortal. No sería buena idea dejarla allí y esperar a que cayese en manos de cualquiera.

Salimos de aquel lugar y pudimos comprobar que, aunque permanecía allí la nieve por el hecho de ser Siberia, la intensidad con la que se producía había aminorado considerablemente. Con una larga sonrisa, llamé al general Strauss para pedir que nos recogiesen. Cuando recibí la respuesta de que el clima volvía a la normalidad y de que enseguida vendrían a recogernos, terminé la comunicación y me permití el lujo de sentarme en la suave superficie nívea.
—¿Tanya? —dijo Conrad a mis espaldas, que debería estar atónito al verme tan relajada.
—Tranquilo, Conrad —le respondí permitiéndome una ligera risa entre mis palabras—, y disfruta del momento; no todos los días se tiene la oportunidad de salvar el mundo.

Primer relato

Blanco eterno
Siempre me gustó el invierno: La noche fría, la nieve cayéndo sobre los tejados de las casas, el chocolate caliente que prepara mi madre junto a las tortitas de mi padre, Tom y Eiden correteando por el comedor con su inagotable energía de niños de 8 años, y yo. Mirado por la ventana la nieve caer, abrigada con un buen Jersey y una manta y descuidando algún que otro deber de clase por eso 10 minutos de tranquilidad junto a la chimenea.
El invierno es genial… o por lo menos lo era.
Eran las 12 de la noche de un 31 de diciembre, Nochevieja, esa noche en la que todos salimos casi obligados por una costumbre social, esa noche donde todo parece más mágico y menos preocupante, esa noche donde hacemos balance de los últimos 365 dias, esa noche donde miles de adolescentes salen a la calle de fiesta, y claro, yo no iba a ser menos.
Pocas son las cosas que recuerdo de esa noche; recuerdo a Mario, el chico de 4º curso que nos consiguió las bebidas a cambio de llevarnos a casa luego, recuerdo a Clara, mi mejor amiga, animándome durante toda la noche a tomar una copa más, recuerdo a Tomás el ahora ex-novio de Clara intentando darle celos liándose con otra. Recuerdo también subirme al coche de Mario, ya casi amaneciendo, recuerdo ir a casa pensando en como iba a ocultarles a mis padres el estado en el que me encontraba, recuerdo una luz, dos luces, aproximándose a nosotros . Lo siguiente que recuerdo es levantarme en mi cama al día siguiente.
El invierno continuó pero todo fue muy diferente, los días pasaron uno detrás de otro, la nieve caía cada día a más velocidad, mis hermanos dejaron de correr por el salón, mi madre dejó de hacer chocolate caliente y mi padre sus tortitas, yo no tenía tiempo… o ganas de mirar por la ventana, de perder el tiempo porque sabía que el día siguiente sería una copia del anterior. Era como si el invierno se hubiera apoderado de todo y de todos, hasta la última mota de polvo parecía estática, nada cambiaba, todo era constante, todo parecía haberse detenido en un mismo segundo, en un mismo instante donde nada ni nadie podía avanzar.
El invierno continuó los siguientes días, las siguientes semanas y lo siguientes meses. Me gustaba el invierno, por supuesto que me gustaba, pero empezaba a echar de menos la primavera con sus flores decorando todos los parques de la ciudad, o el verano con su horrible calor, sus chapuzones en la piscina y esos días que parecía interminables, o el otoño junto a sus primeros jerseys de la temporada y sus hojas cayéndo de los árboles. Solo existía el invierno, el invierno y su frío, invierno y su nieve, el invierno y su blanco eterno.
Fue extraño, al principio me encantaba pero luego me di cuenta que no solo el tiempo había cambiado. Mis padres se volvieron fríos, como si también sucediera un invierno en su interior, mis hermanos se volvieron callados y tranquilos, ya no jugaban, no corrían, ya no era niños. No fue lo único extraño, ojalá, pero todo… todos estaban extraños.
La gente no salía de sus casas, los comercios no abrían, ya no había padres con sus hijos en los parques, ni ancianos dando de comer a las palomas, ni gente para aquí o gente para allá. Tampoco pude volver al instituto desde entonces, para mí sorpresa siempre que iba se encontraba cerrado y en un silencio que resultaba escalofriante. No vi a ninguno de mis compañeros de clase y Clara tampoco respondía a mis llamadas.
Se tornó desesperante, angustiante, agobiante, depresivo, sin vida, sin razón de ser. Lloraba todos los días y todas las noches, recuerdo haberles chillado a mis padres, haberle chillado al mundo con la esperanza de recibir algún tipo de respuesta. Nada.
A veces escuchaba la dulce voz de mi madre en la lejanía,  suave y efímera, pero cada vez que intentaba acercarme a ese hilo de voz desaparecía sin ninguna razón aparente.
No era nada, no había nada, solo un blanco eterno.
Estoy escuchando la voz de mi madre, como siempre a lo lejos, como siempre distante, me habla, sé lo que me dice: “No temas todo pronto se irá, no temas todo pronto acabará”. Miro al frente, no sigo el hilo de voz, es inútil, sé que si lo hago desaparecerá y prefiero escuchar la voz de mi madre a lo lejos que no escúchala.
Noto un tacto en la mano, es extraño porque nadie me está tocando, no sé que es pero me tranquiliza, me da calor y seguridad, como si mi propia madre fuera la que me estuviera acariciando en esos momentos. Miro por la ventana, blanco y más blanco, interminable y también un poco imnotico. Cierro los ojos. Ojalá todo se acabe pronto.
- Ojalá todo se acabe pronto.
Sigue acariciándome la mano.
- Vamos cielo llegaremos tarde al funeral de la amiga de Olivia.
Me suelta la mano, noto como si una presencia desapareciera de mi lado y de repente… blanco de nuevo.

Selli

martes, 24 de octubre de 2017

La verdad es que siempre me ha gustado el invierno, más que nada por poder llevar botas, bufandas, gorros y por la sensación que tengo al entrar en un sitio calentito cuando fuera hace mucho frío. Además, estar en el sofá sin taparme con una manta no es lo mismo. En invierno parece que todo es mágico: la Navidad, la nieve, pasar más tiempo con los seres queridos, unirse alrededor de la chimenea, pasear por la calle creando nubes de vapor. ¿Quién no ha fingido alguna vez que exhalaba el humo de un cigarrillo cuando era pequeño y hacía mucho frío?

Aunque resulte difícil de creer, creo que el invierno es la mejor época para comer helado. Nunca, nunca se derrite. Y, hablando de comida, en mi humilde opinión, los mejores platos se comen (más a gusto) en invierno; las comidas de cuchara, mis favoritas: puchero, sopa o lentejas.

El invierno me encanta, sí. Pero eso no quiere decir que quiera vivir siempre en él. Es especial porque no está siempre aquí. Porque después llega la primavera, tiempo de flores y de tortura para aquellos que padecen alergias. Más tarde, hace su aparición en escena el verano, con sus visitas a la playa, sus shorts y su calor, a veces, insoportable. Y, por último, el otoño, sinónimo de volver a la rutina, volver a ver a los compañeros de clase o del trabajo y ponerse las pilas.

Eso es lo que pasa siempre, año tras año. Pero este año el invierno se ha quedado a vivir conmigo. Y no es a causa del cambio climático. Tampoco lo causa la ausencia de un ser querido. (Echar de menos siempre me ha parecido algo muy bonito; demuestra que, aunque solo fuera durante un instante, alguien llegó a importarte y a ser un elemento clave en tu vida). Tampoco es debido a que me halle en un estado enfermizo en el que percibo la temperatura ambiente muy por debajo de mi temperatura corporal. Y no, no vivo en el polo norte.

Es la falta de humanidad, que me deja helada. Es la violencia gratuita, que me da escalofríos. Es la sonrisa falsa de una persona (que se supone que nos quiere) porque llevamos un vestido nuevo que a ella le gustaría haberse comprado antes. Es el qué dirán, el seguir modas, el no ser uno mismo. Son las amistades rotas por tonterías y que no vuelven a ser lo mismo por culpa del glacial orgullo. Es la falta de tolerancia, el que de verdad exista gente que no pueda entender que los demás tengan una opinión o gustos diferentes. Es el machismo y también la discriminación de cualquier tipo porque, reconozcámoslo, la lista es larga. Todo esto me deja todo el cuerpo entumecido, como cuando te lavas las manos con agua muy fría y después esa sensación no se va. 

Julia Sanchis Moratal

viernes, 20 de octubre de 2017

Relato 1















Reto 1. Escribir un relato a partir de una premisa: un año- podría ser este-, llega mayo, llega junio, llega julio y el invierno no se va, continúa haciendo un frío endiablado. Debéis construir una historia en este marco y en Primera Persona. ¡Ánimo!