Relato “Invierno interminable”
Prólogo
Año 2018, abril. Berlín, Departamento
de Inteligencia Meteorológica Militar A-14, 15:35 h.
Abrí los ojos de golpe. Por un
momento me convencería de que había tenido una pesadilla. Sin embargo, el
temblor de todo mi cuerpo me negó ese pensamiento. Maldita sea, no hay manera
de dormir más de cuatro horas seguidas sin que me congele, y eso que llevo el
uniforme puesto.
Eché a un lado
las tres mantas que me cubrían todo el cuerpo. Mi habitación no tenía nada
fuera de lo común a otras habitaciones: la típica mesita de noche, el armario
de ropa… lo de siempre. Y la ventana. Esa ventana por la la que observo al
exterior desde hace meses. Y esta vez no sería una excepción.
Me levanté de un
salto a pesar de llevar puesto el molesto uniforme de invierno y miré a través
de la cristalera. Dibujé una mueca de frustración: la condenada nieve seguía
allí, cubriendo toda la calle tres centímetros por encima del suelo. Uno se
preguntaría por qué había tanta nieve en abril, en la capital de Alemania.
Desde el año pasado hasta este día, el invierno ha perdurado incesante, sin dar
atisbo alguno de atenuar. Nadie pudo explicar el fenómeno por aquel entonces,
ni siquiera nosotros. El mundo entero desvió su atención a este fenómeno sin
precedentes, y aún no sabíamos nada en los últimos cinco meses.
Fui al baño para
olvidarme de la capa nívea. Llegué al lavabo y me posé en él con ambas manos,
mirando en su interior. Luego levanté la mirada para ver mi rostro: mis ojos
azules claro estaban adornados por prominentes ojeras, y mi cabello rubio semi
revuelto estaba recogido por una coleta.
—“Mírate, Tanya. Estás perfecta para un día
más de inútil trabajo” —me dije a mí misma mientras cubría mi boca con una mano
antes de bostezar.
Me lavé el
rostro con agua fría muy a mi pesar. Salí del baño y cogí mi chaqueta colgada
en la puerta. Mi compañero debía de estar esperándome. Pero lo importante era
que teníamos que encontrar una explicación racional al fenómeno del invierno
interminable, antes de que pudiese tener graves consecuencias.
Capítulo 1
—Comandante Wolf —me
saludó mi segundo al mando por mi apellido sin despegar el rostro del monitor.
—Sargento Engels
—respondí de igual manera. Me pregunté cuánto tiempo llevaba en la misma
posición Conrad, analizando datos registrados de la atmósfera. A este ritmo,
este trabajo acabará con nosotros antes que el frío.
—Conrad —le dije en
un tono medio simpático, algo inusual en mí—, deberías ir a descansar. Pareces
cansado.
Mi subordinado giró
sobre su silla para mirarme cara a cara y me sonrió.
—Acabo de ponerme. Y
la que está muerta de sueño eres tú, Tanya —volvió su mirada al monitor,
ampliando su sonrisa—. Pero agradezco que de vez en cuando muestres simpatía.
Sonreí mientras
apretaba los dientes para contener mi ira. Siempre tan gracioso conmigo, a
pesar de ser su superiora. Tendría que reprenderlo por aquel comentario, pero a
estas alturas las formalidades eran algo que quedaban relegadas a un segundo
plano; simplemente, me limitaría a devolvérsela. Fui hacia mi ordenador,
situado junto a él.
—No hay de qué.
¿Alguna novedad? —pregunté mientras me sentaba y encendía la pantalla.
—Nada, de momento. El
jet stream mantiene su curso bajo en
todo el hemisferio. Las temperaturas siguen en dos grados bajo cero, menos en
algunas regiones, donde las temperaturas son templadas por su naturaleza
climática…
—Si no hay nada nuevo
no es necesario que me recites lo mismo una y otra vez.
—Pero… hay que
registrar todos los datos, aún si estos son semejantes.
—Y tampoco hace falta
que me lo recuerdes todo. Limítate a
decir “ninguna novedad” y nos ahorramos tiempo y saliva.
—Vaya… parece que ya
has vuelto a la carga —musitó Conrad, sin tomarse la molestia de procurar de
que no lo escuchara.
—Es lo que tiene tener
mi rango; si no muestras firmeza de vez en cuando, tus subordinados se pueden
volver un poco… imbéciles.
—Vale, vale —levantó
las manos del teclado—. Tú ganas. Me ha quedado claro. Intentaré no pasarme la
próxima vez.
—Así está mejor
—sonreí maliciosamente esta vez. De pronto, un pitido procedente de los
ordenadores llamó mi atención. Eché un rápido vistazo a mi pantalla, buscando
el origen de la alarma. Abrí una ventana, la cual estaba conectada a un
satélite que medía en todo momento la temperatura de toda Asia. Un punto rojo fijo
en la parte norte del continente destacaba en el mapa virtual azulado de la
pantalla.
—¿Qué dem…? —musité
más para mí misma más que para mi compañero. Entonces, justo en ese momento,
desapareció la señal.
—¿Has visto eso? —me
preguntó de pronto Conrad.
—Sí… veamos qué ha
sido —tecleé rápidamente un par de comandos para que el ordenador mostrase las
coordenadas exactas de aquella efímera señal.
Me alejé ligeramente
de la pantalla, sin poder evitar mostrar mi sorpresa. Las coordenadas nos
indicaban que procedía del norte de Rusia, concretamente en Siberia.
—¿Qué ha podido ser
esa anomalía? No parece que las temperaturas hayan variado…
—Puede que no haya
sido nada… o puede que sea la clave para explicar lo que está pasando en el mundo
—descargué los datos en un pendrive, me levanté de un salto y cogí mi abrigo.
Me detuve cerca de la entrada y miré por encima de mi hombro de forma
desinteresada—. ¿Hace falta que te diga que vengas conmigo?
—¿Qué? ¡Oh, perdón,
señora! Deje que coja mi abrigo.
Suspiré poniendo los
ojos en blanco mientras aguardaba. Me pregunté si no me habrían dejado bajo mi
mando al teniente más torpe del ejército.
Capítulo 2
Cuartel general Endlos Winter, 15:47 h.
Tras atravesar el manto blanquecino que
separaba nuestro departamento del cuartel general arrastrando pesadamente
nuestras piernas, entramos en recepción y nos sacudimos la nieve de las botas y
de nuestros abrigos.
Fui directamente
hacia el guardia que estaba vigilando la sala a través de las pantallas de las
cámaras de seguridad.
—Tenemos que ver al
general Strauss de inmediato. Es importante.
El guardia levantó su
mirada seria de las pantallas.
—Tendréis que darme
sus nombres y la unidad a la que pertenezcan.
—“Maldito sea el
protocolo” —cerré los puños ligeramente. Aclaré mi garganta ligeramente antes
de identificarme—. Somos la comandante Tanya Wolf y el teniente Conrad Engels,
del Departamento de Inteligencia Meteorológica. Tenemos novedades.
—Le informaré de
inmediato —descolgó el telefonillo y marcó un número rápidamente. Esperé a que
intercambiaran unas palabras hasta que volvió a colgar.
—Bien. Pasen a la
sala de mando, les estará esperando.
Me giré hacia mi
compañero y le hice una señal con la cabeza para que me siguiera.
No tardamos más de
cinco minutos en llegar hasta el centro de mando: allí, diversos técnicos
estaban monitorizando otras pantallas saturadas de datos bajo la severa
supervisión del general Strauss y su acompañante, el doctor Lewick. Tuve que
contener una mueca desagradable al ver al segundo individuo. El doctor y yo
tenemos una tensa relación desde que nos conocimos. Simplemente, tenemos
pensamientos dispares.
Los dos hombres se
percataron de nuestra llegada. Lewick no pareció mostrar desagrado al verme,
aunque supuse que lo estaría ocultando como yo. Me puse firme frente al general
y realicé el saludo marcial, a lo cual este me imitó.
—Señor, traemos
novedades de nuestra investigación.
Strauss miró un
momento a Lewick, y después volvió a encararse a mí.
—Cuéntenos qué
ha encontrado, comandante.
Le entregué el
pendrive mientras le explicaba lo sucedido.
—Ha sucedido una
breve anomalía en la atmósfera. Ha sido en el norte de Asia.
—¿En Siberia?
—me interrogó en un tono levemente sorprendido.
—Así es. Pueden
comprobarlo de ese pendrive.
Sin más
dilación, Strauss lo conectó a su ordenador. A continuación, se encendió una
ventana con todos los datos registrados en la última media hora, y se detuvo en
el breve intervalo en el que aparecía la anomalía. Nos aproximamos para ver
mejor el registro de datos de aquella zona concreta.
—La temperatura
ha bajado medio grado… —musitó el general.
—Sólo en esa
zona, y por dos segundos —añadí. Con estas pruebas estaba segura de que
pasaríamos a la acción, en lugar de seguir encerrados en nuestra base.
—¿Qué opina,
Lewick?
El doctor se
frotó ligeramente la barba, seguramente considerando si tenía que darme la
razón o rebatirme, como de costumbre.
—Con todos los
respetos —ya se lanzaba a la carga, de modo que intenté mantener mi postura
impasible—, podría tratarse simplemente de un hecho aislado.
—Explíquese
—exigió Strauss cruzando los brazos mientras yo apretaba los dientes molesta.
—Veréis, como
bien sabemos todos, hace millones de años la Tierra alternaba ciclos polares,
donde casi la mitad del globo quedaba congelada, y ciclos interpolares, como en
el que vivimos ahora, donde esa congelación retrocede debido a una mayor
aproximación al Sol. A lo que quiero llegar es que científicos de todo el mundo
han llegado a la conclusión de que estamos entrando en una nueva era polar.
Según los cálculos, han pasado cientos de miles de años desde el último…
—Cientos de
miles —le interrumpí al fin, cansada de escuchar sus teorías—, no millones de
años, como tan bien estudiaron esos mismos científicos. Los ciclos han tenido
intervalos de millones de años, doctor.
Lewick cruzó sus
brazos, mostrando claramente su disconformidad conmigo.
—¿Acaso crees
que todos ellos se equivocan? ¿En qué te basas, Tanya?
—En esa anomalía
—señalé con el dedo la pantalla donde aparecía el punto rojo—. ¿Cómo es posible
que sólo en esa zona haya disminuido la temperatura medio grado, y en el resto de la región haya permanecido igual?
—Puede haber
sido a causa de un agujero en la capa de ozono —me replicó elevando ligeramente
el tono—. Al fin y al cabo, durante los últimos años el cambio climático la ha
afectado severamente. Y es posible que por esa misma causa se haya acortado
drásticamente el periodo para la próxima glaciación.
—Oh vamos, no me
hagas reír con la excusa del efecto invernadero…
—¡Ya basta!
—sentenció nuestro general de pronto, haciéndonos enmudecer al momento—. No
necesito que discutáis vuestras teorías. Necesito respuestas concluyentes.
Comandante Wolf, agradezco que hayas comunicado esto, pero no podemos…
—¡Señor!
—interrumpió súbitamente un técnico—. ¡Estoy detectando anomalías en todo el
hemisferio!
—¿¡Qué!?
—dijimos todos al mismo tiempo. El general encendió la pantalla principal de
inmediato: en ella apareció un mapa global saturado de puntos rojos similares
al que habíamos detectado Conrad y yo.
—Mierda, esto no
es bueno —musité entre dientes. Me percaté que las anomalías estaban afectando
sobre todo a la zona de Ecuador, y en menor medida al resto del globo.
—¿Qué está
provocando todo esto? —preguntó Lewick al técnico.
—Es el jet stream, se está desplazando
rápidamente a la franja de Ecuador.
—Imposible…
—murmuró el doctor. Lo miré de reojo al decir aquello: su mirada resaltaba su
confusión total—. La “corriente en chorro” nunca se ha desplazado tan
radicalmente, y menos en las regiones más cálidas.
Debía de pensar
en algo, y rápido. De lo contrario, si las temperaturas descendían demasiado,
millones de vidas corrían peligro de muerte. Intuitivamente, observé un pequeño
televisor colgado en lo alto de una pared: en él pude ver el noticiario, que ya
había advertido del descenso de temperaturas, mientras aparecían de forma
intermitente imágenes de las calles. En una de ellas vi a un vagabundo sentado
en la calle, arropado con toda su ropa vieja y recogiéndose en sí mismo… y a
pesar de todo, temblaba.
—Se nos acaba el
tiempo… —murmuré para mí misma. Tenía que pasar a la acción—. ¿Tienen algún
punto de origen todas estas anomalías?
—Esto… —tecleó
unos comandos, hasta que en la pantalla principal apareció remarcada una
pequeña zona de Siberia. La misma donde habíamos detectado nuestra
singularidad—. Al parecer… algo está como empujando la corriente de la
atmósfera desde esta zona, aunque está bastante apartada de los demás puntos.
Strauss, Lewick
y Conrad se giraron hacia mí con mirada sorpresiva. Sonreí para mis adentros.
Rebate esto, Lewick, pensé. Soy la mejor en esto, alardeé en mi mente.
—Parece que
tenías razón, Tanya —terció Strauss—. Tenemos que enviar un equipo especialista
allí de inmediato para descubrir qué está provocando este interminable
invierno. Al fin y al cabo, es la única pista con la que contamos.
—Me ofrezco para
participar en la misión, señor. El teniente Engels me acompañaría.
—Bien. Os
asignaré un equipo para que os acompañen. Quiero que lleguen al final del
asunto, y rápido —me percaté que desviaba su atención al mismo televisor que
había observado anteriormente—, antes de que sea demasiado tarde.
Capítulo 3
Norte de Siberia, región despoblada, al día siguiente, 12:19 h.
El viaje se me hizo eterno. Después de
reunirnos con un pelotón de soldados y de equiparnos con todo lo necesario
(armas incluidas), un avión de transporte militar nos llevó a la región de
Siberia, donde aterrizamos en una base rusa. Cuando se trataba de un problema
que afectaba por igual a todos, a los políticos no les costaba nada ponerse de
acuerdo para cooperar, la verdad. Advertimos que, debido a que habíamos llegado
casi al anochecer, sería mejor continuar al día siguiente por la mañana, pues
el invierno se recrudecía de forma dispar allí en comparación que en Berlín.
Para ello, también trajimos consigo unos trajes térmicos experimentales con los
que podíamos permanecer en temperaturas extremas sin problemas.
Alrededor de las diez
volvimos a embarcar en nuestro avión y seguimos nuestro camino. No tardamos
mucho en llegar cerca del punto de origen, pero los pilotos nos advirtieron que
teníamos que saltar en paracaídas, por lo que tuvimos que improvisar. Tras este
pequeño inconveniente, tomamos tierra y seguimos a pie, con el localizador
siempre en mano.
—Debemos estar a unos
quinientos metros del objetivo —anuncié al poco tiempo mientras miraba la
pequeña pantalla. Levanté la mirada, buscando algo que nos indicase que
estábamos en el lugar correcto, pero no vislumbré nada; sólo la condenada nieve
se extendía frente a nosotros hasta el horizonte. Por un segundo, me aterré
ante la posibilidad de haberme equivocado de lugar. Sin embargo, todas mis dudas
desaparecieron cuando vi un extraño montículo en mitad de aquel páramo. No
sabía muy bien por qué, pero mi instinto me decía que ese era el lugar. Bueno,
mi instinto y el localizador.
—Tiene que ser allí,
en marcha.
Nos aproximamos con
lentitud debido a la pesadez de nuestros trajes experimentales. Al cabo de un
cuarto de hora, ya estábamos en la cima, pero aún sin novedad alguna.
—Tanya, creo que nos
hemos equivocado —me dijo Conrad en tono desesperanzado.
—No, tiene que ser
aquí. Lo detectamos en esta zona.
—Pero ¿y si el origen
está a dos kilómetros de donde creíamos que estaba?
—Maldita sea Conrad,
confía en mí. Sólo tenemos que… ¡Maldición! —estuve a punto de caer por el
altibajo que teníamos enfrente. Me acerqué con cautela para mirar mejor lo que podía
haber allí debajo y la sorpresa que me llevé fue mayúscula: el altibajo era tan
abrupto debido a que había una compuerta de acero construida bajo la nieve. O,
más bien, la nieve había cubierto una enorme entrada a un lugar construido
deliberadamente en aquel lugar tan lejano para que pasara desapercibido.
—¿Qué demonios?
—musitó Conrad, igualmente estupefacto.
—Esto se está
poniendo serio —miré a mi compañero—. ¿Sabes lo que esto puede significar?
—¿Que es probable que
la crisis del invierno no esté produciéndose por causas naturales?
—No soy precisamente
fan de las conspiraciones, pero creo que esta vez es lo más factible. Bajemos.
Conrad me agarró del
antebrazo.
—Espera, ¿vamos a
bajar ahí? ¿Y si se enteran de que estamos aquí, sea quien sea?
—Somos los únicos que
sabemos que esto está aquí, por no
decir que nadie más que nosotros podemos acercarnos a este lugar gracias a los
trajes. Y ahora seguidme todos.
Bajamos con cautela
por la pendiente y nos situamos frente a la compuerta.
—¿Cómo la abrimos?
—preguntó otra vez mi subordinado. Iba a ordenar a los demás que desplegaran
las cargas explosivas que traíamos consigo cuando de pronto la pared de acero
chirrió.
—Joder… ¡Se está
abriendo! —maldije—. ¡Todo el mundo a los lados de la compuerta!
Nos dividimos en dos
grupos y nos colocamos en fila en cada lateral mientras la puerta se abría
lentamente. A los pocos segundos, apareció una figura también ataviada con un
traje térmico. Sin pensármelo dos veces, me deslicé a sus espaldas cuando
emergió un poco de la entrada y lo golpeé en la nuca con la culata de mi fusil.
El individuo cayó como un saco sobre la nieve. Le hice una señal a los demás
para que entraran dentro. Conrad y yo arrastramos el cuerpo también al
interior. Cerramos la compuerta y le dimos la vuelta al desconocido. A
continuación, le quitamos el casco con cuidado. Se trataba de un hombre de
facciones curtidas, probablemente se trataba de un militar. La cuestión era a
qué institución pertenecía.
Entonces restalló una
voz impregnada de estática. Era un comunicador de mano. Le hice una señal a
Conrad de que lo sacara del cinto y escuchamos.
—Mike, ¿has cerrado
ya la puerta? —dijo la voz a través del “walkie”. A juzgar por el acento, juré
que se trataba de americanos, lo cual me sorprendió sobremedida. Miré a mi teniente.
—Tú sabes algo de
inglés americano —le recordé susurrando lo más mínimo—. Habla tú.
Conrad me miró con
los ojos como platos. Cuando la voz volvió a preguntar por el nombre del
incapacitado, mi subordinado aclaró su garganta antes de actuar.
—Todo despejado aquí
fuera —trató de imitar el acento lo mejor posible.
—Bien. Vuelve a la
sala principal. Corto.
Suspiramos aliviados
porque no se hubiesen percatado del cambiazo. Conrad se guardó el “walkie” para
prevenir posibles contactos con los hostiles.
—De modo que los
americanos están detrás de todo esto… —dije con voz reflexiva—. Siempre he
pensado que no era gente de fiar, pero esto ya alcanza otro nivel… tenemos que
llegar al fondo del asunto cuanto antes.
Reanudamos la marcha
hacia lo desconocido, y miré por encima de mi hombro a mi subordinado.
—Por cierto, Conrad,
buen inglés —le sonreí pícaramente.
***
Caminamos
prácticamente en línea recta por un túnel reforzado de acero iluminado por
grandes luces artificiales. Me extrañé de no encontrarnos con ningún guardia,
aunque tampoco me gustaría que fueran muchos más que nosotros.
Por fin, llegamos a
la famosa “sala principal”. La entrada, con la compuerta abierta de par en par,
estaba protegida por dos guardias armados con rifles, aunque estos no llevaban
traje térmico, sino chaleco antibalas e indumentaria militar. Más allá la sala
estaba llena de cajas de suministro, mesas con ordenadores y una sala de
control a la izquierda. En el centro había un enrome aparato que jamás había
visto antes que emitía un ligero sonido, indicando que estaba canalizando
energía. De alguna forma, habían conseguido aislar esa sala del incesante
invierno.
—Así que estos
cabrones quieren dominar el mundo a base de dominar el clima —concluí entre
dientes—. Bien, pues vamos a mostrarles que con el tiempo no se juega.
Sacamos unas pocas
granadas de humo.
—Bien, muchachos. No
es necesario que uséis munición letal a no ser que se nos eche encima todo un
ejército. Cargad los fusiles con munición aturdidora.
Cuando todos los
preparativos estuvieron a punto, nos acercamos más a la entrada y realicé una
cuenta atrás con mis dedos. Luego, lanzamos las granadas al interior de la
sala.
No tardaron en
estallar y cubrir toda la estancia con gas blanquecino; casi al mismo tiempo se
escucharon gritos de sorpresa.
Pasamos a la acción.
Aturdimos a los guardias con la munición especial y entramos.
—Despejad la sala. Yo
voy al centro de mando.
Mientras mis
subordinados se encargaban de los demás soldados, yo subí escaleras arriba con
rapidez. Salieron a mi encuentro dos militares con la intención de abatirme,
pero fui más rápida que ellos y los aturdí en menos de un segundo. Sus cuerpos
cayeron rodando escaleras abajo y los sorteé saltando. Luego llegué a la
cabina. Entré en ella con el fusil en alto y escudriñando la estancia, hasta
que vi a un hombre que parecía monitorizar el extraño aparato.
—¡Alto! ¡Por orden de
las Deutsche Spezialeinheiten (Fuerzas
Especiales Alemanas), está arrestado, de modo que retire las manos de esos
controles!
El hombre se detuvo,
pero no se alejó de la computadora. En cambio, me preguntó por mí.
—¿Y quién eres tú,
soldado?
—Comandante Tanya
Wolf. Y ahora ponga las manos arriba.
El hombre volvió a
ignorar mis órdenes, pero esta vez dio media vuelta. Mis ojos se abrieron de
par en par al reconocerlo.
—Pero ¿qué… Trump?
¿Donald Trump?
Capítulo 4
Norte de Siberia, en algún lugar de la “Zona cero”, 12:49 h.
No podía escapar de
mi asombro. Cada vez esta misión escapaba más a nuestras teorías y expectativas.
¿Quién iba a decir que el nuevo presidente de Estados Unidos, elegido
recientemente, iba a ser el que conspirara contra el mundo?
—“Aunque, por otro
lado, este tipo está bastante zumbado…” —reflexioné fugazmente antes de volver
mi atención en él.
—¿Se sorprende de
verme?
—Que el presidente de
una de las mayores potencias mundiales intente devastar el planeta manipulando
el tiempo no es que sea algo que vea todos los días, la verdad.
—Je, que graciosa es
usted. Pero piense en la situación antes. Lo que estoy haciendo aquí hará
cambiar el mundo a mejor.
—¿Qué entiendes por “cambiar
el mundo a mejor”? No me digas que has enviado el jet stream a la región de Ecuador para cargarte a toda la población
que consideras “chusma”...
—Vaya… ¿tan obvio ha
sido? —rio fríamente con sorna—. Intenté utilizar una política más pasiva construyendo un
muro en nuestras fronteras, pero al ver la inefectividad de esa opté por algo
más… radical.
—¿¡Radical!? —alcé el
arma con mayor decisión, pensando si cargarla con munición letal—. ¡Está
hablando de matar a la mitad del planeta!
—¡Una mitad que resulta
un lastre para el resto!
Apreté los dientes.
Para comentarios extremistas ya estaba yo para sacudir a Conrad.
—Pues —esta vez fui
yo quien le dedicó una sonrisa—, en mi humilde opinión, es gente como usted la
que es un lastre para el resto.
Su rostro se
desfiguró por la furia que sentía. Había tocado la fibra sensible. Corrí hacia
él, pues intuía que iba armado. Y así era: desenfundó una pistola y disparó.
Realicé una pirueta justo a tiempo para que no me matara en el acto. Me situé
frente a él de un salto y lo desarmé golpeando su mano con la culata, y luego
le propiné un golpe igual en la frente. Trump dio un traspiés por la potencia
del golpe y cayó de bruces contra el cristal, rompiéndolo bajo su peso y
cayendo al vacío. Pero justo cuando iba a caer al transformador para acabar
convertido en un cubito de hielo lo agarré de su traje bien planchado con ambas
manos. Lo más triste fue verlo revolverse y gritando de sorpresa debido al
trance en el que aún estaba sumido.
Lo enderecé de nuevo
y lo zarandeé para que se relajara.
—Muy bien, señor
Trump, como iba diciendo… está detenido.
***
Después de poner bajo
custodia a todos los responsables y a su líder, utilizamos todas las cargas
explosivas para destruir aquella máquina mortal. No sería buena idea dejarla
allí y esperar a que cayese en manos de cualquiera.
Salimos de aquel
lugar y pudimos comprobar que, aunque permanecía allí la nieve por el hecho de
ser Siberia, la intensidad con la que se producía había aminorado
considerablemente. Con una larga sonrisa, llamé al general Strauss para pedir
que nos recogiesen. Cuando recibí la respuesta de que el clima volvía a la
normalidad y de que enseguida vendrían a recogernos, terminé la comunicación y
me permití el lujo de sentarme en la suave superficie nívea.
—¿Tanya? —dijo Conrad
a mis espaldas, que debería estar atónito al verme tan relajada.
—Tranquilo, Conrad —le
respondí permitiéndome una ligera risa entre mis palabras—, y disfruta del
momento; no todos los días se tiene la oportunidad de salvar el mundo.