martes, 24 de octubre de 2017

La verdad es que siempre me ha gustado el invierno, más que nada por poder llevar botas, bufandas, gorros y por la sensación que tengo al entrar en un sitio calentito cuando fuera hace mucho frío. Además, estar en el sofá sin taparme con una manta no es lo mismo. En invierno parece que todo es mágico: la Navidad, la nieve, pasar más tiempo con los seres queridos, unirse alrededor de la chimenea, pasear por la calle creando nubes de vapor. ¿Quién no ha fingido alguna vez que exhalaba el humo de un cigarrillo cuando era pequeño y hacía mucho frío?

Aunque resulte difícil de creer, creo que el invierno es la mejor época para comer helado. Nunca, nunca se derrite. Y, hablando de comida, en mi humilde opinión, los mejores platos se comen (más a gusto) en invierno; las comidas de cuchara, mis favoritas: puchero, sopa o lentejas.

El invierno me encanta, sí. Pero eso no quiere decir que quiera vivir siempre en él. Es especial porque no está siempre aquí. Porque después llega la primavera, tiempo de flores y de tortura para aquellos que padecen alergias. Más tarde, hace su aparición en escena el verano, con sus visitas a la playa, sus shorts y su calor, a veces, insoportable. Y, por último, el otoño, sinónimo de volver a la rutina, volver a ver a los compañeros de clase o del trabajo y ponerse las pilas.

Eso es lo que pasa siempre, año tras año. Pero este año el invierno se ha quedado a vivir conmigo. Y no es a causa del cambio climático. Tampoco lo causa la ausencia de un ser querido. (Echar de menos siempre me ha parecido algo muy bonito; demuestra que, aunque solo fuera durante un instante, alguien llegó a importarte y a ser un elemento clave en tu vida). Tampoco es debido a que me halle en un estado enfermizo en el que percibo la temperatura ambiente muy por debajo de mi temperatura corporal. Y no, no vivo en el polo norte.

Es la falta de humanidad, que me deja helada. Es la violencia gratuita, que me da escalofríos. Es la sonrisa falsa de una persona (que se supone que nos quiere) porque llevamos un vestido nuevo que a ella le gustaría haberse comprado antes. Es el qué dirán, el seguir modas, el no ser uno mismo. Son las amistades rotas por tonterías y que no vuelven a ser lo mismo por culpa del glacial orgullo. Es la falta de tolerancia, el que de verdad exista gente que no pueda entender que los demás tengan una opinión o gustos diferentes. Es el machismo y también la discriminación de cualquier tipo porque, reconozcámoslo, la lista es larga. Todo esto me deja todo el cuerpo entumecido, como cuando te lavas las manos con agua muy fría y después esa sensación no se va. 

Julia Sanchis Moratal

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