La verdad es que siempre me ha
gustado el invierno, más que nada por poder llevar botas, bufandas, gorros y
por la sensación que tengo al entrar en un sitio calentito cuando fuera hace
mucho frío. Además, estar en el sofá sin taparme con una manta no es lo mismo. En
invierno parece que todo es mágico: la Navidad, la nieve, pasar más tiempo con
los seres queridos, unirse alrededor de la chimenea, pasear por la calle
creando nubes de vapor. ¿Quién no ha fingido alguna vez que exhalaba el humo de
un cigarrillo cuando era pequeño y hacía mucho frío?
Aunque resulte difícil de creer,
creo que el invierno es la mejor época para comer helado. Nunca, nunca se
derrite. Y, hablando de comida, en mi humilde opinión, los mejores platos se
comen (más a gusto) en invierno; las comidas de cuchara, mis favoritas:
puchero, sopa o lentejas.
El invierno me encanta, sí. Pero
eso no quiere decir que quiera vivir siempre en él. Es especial porque no está
siempre aquí. Porque después llega la primavera, tiempo de flores y de tortura
para aquellos que padecen alergias. Más tarde, hace su aparición en escena el
verano, con sus visitas a la playa, sus shorts
y su calor, a veces, insoportable. Y, por último, el otoño, sinónimo de volver
a la rutina, volver a ver a los compañeros de clase o del trabajo y ponerse las
pilas.
Eso es lo que pasa siempre, año
tras año. Pero este año el invierno se ha quedado a vivir conmigo. Y no es a
causa del cambio climático. Tampoco lo causa la ausencia de un ser querido. (Echar
de menos siempre me ha parecido algo muy bonito; demuestra que, aunque solo
fuera durante un instante, alguien llegó a importarte y a ser un elemento clave
en tu vida). Tampoco es debido a que me halle en un estado enfermizo en el que
percibo la temperatura ambiente muy por debajo de mi temperatura corporal. Y
no, no vivo en el polo norte.
Es la falta de humanidad, que me
deja helada. Es la violencia gratuita, que me da escalofríos. Es la sonrisa
falsa de una persona (que se supone que nos quiere) porque llevamos un vestido
nuevo que a ella le gustaría haberse comprado antes. Es el qué dirán, el seguir
modas, el no ser uno mismo. Son las amistades rotas por tonterías y que no
vuelven a ser lo mismo por culpa del glacial orgullo. Es la falta de
tolerancia, el que de verdad exista gente que no pueda entender que los demás
tengan una opinión o gustos diferentes. Es el machismo y también la
discriminación de cualquier tipo porque, reconozcámoslo, la lista es larga. Todo
esto me deja todo el cuerpo entumecido, como cuando te lavas las manos con agua
muy fría y después esa sensación no se va.
Julia Sanchis Moratal
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