lunes, 30 de octubre de 2017

Primer relato

Blanco eterno
Siempre me gustó el invierno: La noche fría, la nieve cayéndo sobre los tejados de las casas, el chocolate caliente que prepara mi madre junto a las tortitas de mi padre, Tom y Eiden correteando por el comedor con su inagotable energía de niños de 8 años, y yo. Mirado por la ventana la nieve caer, abrigada con un buen Jersey y una manta y descuidando algún que otro deber de clase por eso 10 minutos de tranquilidad junto a la chimenea.
El invierno es genial… o por lo menos lo era.
Eran las 12 de la noche de un 31 de diciembre, Nochevieja, esa noche en la que todos salimos casi obligados por una costumbre social, esa noche donde todo parece más mágico y menos preocupante, esa noche donde hacemos balance de los últimos 365 dias, esa noche donde miles de adolescentes salen a la calle de fiesta, y claro, yo no iba a ser menos.
Pocas son las cosas que recuerdo de esa noche; recuerdo a Mario, el chico de 4º curso que nos consiguió las bebidas a cambio de llevarnos a casa luego, recuerdo a Clara, mi mejor amiga, animándome durante toda la noche a tomar una copa más, recuerdo a Tomás el ahora ex-novio de Clara intentando darle celos liándose con otra. Recuerdo también subirme al coche de Mario, ya casi amaneciendo, recuerdo ir a casa pensando en como iba a ocultarles a mis padres el estado en el que me encontraba, recuerdo una luz, dos luces, aproximándose a nosotros . Lo siguiente que recuerdo es levantarme en mi cama al día siguiente.
El invierno continuó pero todo fue muy diferente, los días pasaron uno detrás de otro, la nieve caía cada día a más velocidad, mis hermanos dejaron de correr por el salón, mi madre dejó de hacer chocolate caliente y mi padre sus tortitas, yo no tenía tiempo… o ganas de mirar por la ventana, de perder el tiempo porque sabía que el día siguiente sería una copia del anterior. Era como si el invierno se hubiera apoderado de todo y de todos, hasta la última mota de polvo parecía estática, nada cambiaba, todo era constante, todo parecía haberse detenido en un mismo segundo, en un mismo instante donde nada ni nadie podía avanzar.
El invierno continuó los siguientes días, las siguientes semanas y lo siguientes meses. Me gustaba el invierno, por supuesto que me gustaba, pero empezaba a echar de menos la primavera con sus flores decorando todos los parques de la ciudad, o el verano con su horrible calor, sus chapuzones en la piscina y esos días que parecía interminables, o el otoño junto a sus primeros jerseys de la temporada y sus hojas cayéndo de los árboles. Solo existía el invierno, el invierno y su frío, invierno y su nieve, el invierno y su blanco eterno.
Fue extraño, al principio me encantaba pero luego me di cuenta que no solo el tiempo había cambiado. Mis padres se volvieron fríos, como si también sucediera un invierno en su interior, mis hermanos se volvieron callados y tranquilos, ya no jugaban, no corrían, ya no era niños. No fue lo único extraño, ojalá, pero todo… todos estaban extraños.
La gente no salía de sus casas, los comercios no abrían, ya no había padres con sus hijos en los parques, ni ancianos dando de comer a las palomas, ni gente para aquí o gente para allá. Tampoco pude volver al instituto desde entonces, para mí sorpresa siempre que iba se encontraba cerrado y en un silencio que resultaba escalofriante. No vi a ninguno de mis compañeros de clase y Clara tampoco respondía a mis llamadas.
Se tornó desesperante, angustiante, agobiante, depresivo, sin vida, sin razón de ser. Lloraba todos los días y todas las noches, recuerdo haberles chillado a mis padres, haberle chillado al mundo con la esperanza de recibir algún tipo de respuesta. Nada.
A veces escuchaba la dulce voz de mi madre en la lejanía,  suave y efímera, pero cada vez que intentaba acercarme a ese hilo de voz desaparecía sin ninguna razón aparente.
No era nada, no había nada, solo un blanco eterno.
Estoy escuchando la voz de mi madre, como siempre a lo lejos, como siempre distante, me habla, sé lo que me dice: “No temas todo pronto se irá, no temas todo pronto acabará”. Miro al frente, no sigo el hilo de voz, es inútil, sé que si lo hago desaparecerá y prefiero escuchar la voz de mi madre a lo lejos que no escúchala.
Noto un tacto en la mano, es extraño porque nadie me está tocando, no sé que es pero me tranquiliza, me da calor y seguridad, como si mi propia madre fuera la que me estuviera acariciando en esos momentos. Miro por la ventana, blanco y más blanco, interminable y también un poco imnotico. Cierro los ojos. Ojalá todo se acabe pronto.
- Ojalá todo se acabe pronto.
Sigue acariciándome la mano.
- Vamos cielo llegaremos tarde al funeral de la amiga de Olivia.
Me suelta la mano, noto como si una presencia desapareciera de mi lado y de repente… blanco de nuevo.

Selli

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