martes, 12 de diciembre de 2017

INTERFERENCIAS

«Un gran error es arruinar el presente, recordando un pasado que ya no tiene futuro»
Nathan corría por las húmedas calles de un pequeño pueblo de Florida, bajo una lluvia todavía suave, pero que pronto daría lugar a una torrencial tormenta. Su ropa negra estaba totalmente empapada y su respiración se convertía más pesada a cada paso que daba. Ni una solo alma transitaba la calle a esas horas de la madrugada... y eso le reconfortó.
Abrió la puerta de su coche y se introdujo en él con un ágil salto. Tras apoyarse sobre el volante, dejó que toda la rabia e impotencia acumulada se fugara de su cuerpo mediante lágrimas. Clavó sus uñas en el cuero del volante mientras maldecía a gritos... mientras se maldecía a si mismo por lo que acababa de hacer.
Inclinó el retrovisor hacia él y observó con detenimiento su rostro. Dos brechas ocupaban su cara, una en la ceja derecha y otra en el labio. Ambas desprendían un fino hilo de sangre que, junto a las gotas de agua, deslizaban por su piel. No se reconocía a si mismo en el espejo. Aquel hombre que veía no era el Nathan que él conocía. Se había dejado llevar por la ira y ahora estaba entre la espada y la pared.
Tras comprobar que ningún coche transitaba alrededor, Nathan encendió el motor y apretó el acelerador con todas sus fuerzas. Corría por las pequeñas y estrechas calles de aquel pequeño pueblo de Florida, haciendo que sus neumáticos hicieran un desagradable ruido al deslizar por el húmedo asfalto. Miles de ideas afloraban en su cabeza como pequeños dardos venenosos, mientras que una mezcla entre el remordimiento y la paz se adueñaba de su consciencia. Se dejó llevar por su mente, divagando sobre las causas que le habían llevado a estar en la situación en la que se encontraba.
Cuando dejó de lado sus pensamientos y se concentró de nuevo en la realidad, se encontró a si mismo conduciendo por la larga y basta autopista principal, que se encontraba totalmente desierta. Miró su reloj y este marcaba las 01:55 de la madrugada. Se le acababa el tiempo. Encendió la radio y pasó varias emisoras hasta que finalmente encontró la que le interesaba. En ella, se escuchaba una excéntrica canción de Electro. Nathan subió el volumen al máximo, hasta tal punto que sentía sus tímpanos a punto de colapsar y puso toda su atención en la carretera.
Las lágrimas seguían recorriendo sus mejillas, a la vez que la roja sangre se introducía en su boca, impregnando su lengua del amargo sabor a hierro. Un enorme relámpago inundó el nublado cielo, permitiendo a Nathan ver que su objetivo se encontraba demasiado lejos.
Corría a la máxima velocidad que su Audi A6 le permitía alcanzar, sin tener en cuenta que en cualquier momento sus ruedas podrían deslizar y tener un duro accidente. Pero nada de eso le importaba, tenía en mente cosas mucho más importantes.
Y de pronto, la excéntrica y alterante música electrónica dio paso a un incómodo silencio. Ni un ruido salía ya de la radio... Aunque estaba encendida y seguía teniendo el volumen al máximo, la emisora estaba sumida en un silencio total y absoluto. Ante esto, Nathan dio un brusco frenazo y se detuvo a un lado del arcén.
- ¡Joder!- gritó golpeando el volante.
Colocando las manos sobre su rostro, apoyó todo su peso en el asiento... ya no había nada que hacer. Con los ojos cerrados, rebuscó en su bolsillo derecho del pantalón y sacó de él un cigarro y un mechero. Tras colocárselo en los labios y encenderlo, le dio una profunda calada, aguantando todo el humo en su boca para después ir soltándolo poco a poco por su nariz. Con su mundo derrumbado ante sus pies y con la certeza de que su vida ya no valía nada, Nathan se dio el lujo de fumarse lentamente un cigarro. Con la lluvia cayendo violentamente contra la tapicería del coche y su mente bombardeada por todo tipo de pensamientos, Nathan daba pequeñas caladas al cigarro. No hay mayor quietud que la del ojo del huracán.
Aquel día más que nunca pudo apreciar el amargo y seco sabor del tabaco, inundando su boca y olfato. Tras muchos años de vicio y dependencia, tuvo asco de aquel sabor y lo retiró de su boca con una mueca de desagrado. Miró detenidamente la encendida colilla durante algunos segundos, pensando en que momento de su vida había empezado a fumar. Finalmente, dejó caer la collila sobre el asiento de copiloto, sin preocuparse por apagarla, para después abrir la guantera. Tuvo que indagar poco en ella para palpar el frío metal de su pistola.
Desabrochó su cinturón y con la pistola en la mano salió del coche, dejándose mojar todavía más por la ya intensa tormenta. Abrió sus brazos en cruz y elevó el rostro hacia el cielo, entregándose a si mismo a la lluvia, dejando que el agua limpiara las heridas de su rostro y de su alma.
Y cuando se vio preparado, se sentó sobre el capó de su coche y tras mirar por última vez al horizonte, colocó el firme cañón sobre su sien.

Cinco segundos después, Nathan Summers disparó la pistola, acabando con su propia vida.
                        19 HORAS ANTES

Cuando acabó su horario de trabajo, Nathan salió del edifico de audiovisuales y entró en su coche para volver a casa. Trabajaba en una radio local de lunes a viernes, de doce de la noche a siete de la mañana. Era un buen dj y disfrutaba de su trabajo. A aquellas horas de la mañana a penas podían verse por la carretera a los madrugadores que iban en dirección a su trabajo y Nathan llegó pronto a su casa, que estaba a poco más de cinco minutos del edifico de audiovisuales. Entró en el hogar con cuidado, tratando de hacer el mínimo ruido posible, ya que su mujer Emma todavía dormía a esas horas. Se asomó al dormitorio matrimonial y la vio allí, envuelta entre las sábanas. Se desvistió y se coló en la cama. Acarició las caderas de su mujer lentamente para despertarla y luego comenzó a besarle el cuello. Pero esta, como acostumbraba a hacer, se apartó de Nathan con un suspiro y le dio la espalda. 

- Llevamos tres semanas sin hacer nada.- dijo Nathan.

Emma no contestó. Resignado, salió de la habitación y se dejó caer en el sofá del comedor. Durante los últimos dos meses su matrimonio con Emma había comenzado a apagarse lentamente, como un llama que derrite la cera. Empezaron a distanciarse, a no hacer planes juntos y no tener a penas relaciones sexuales. Por más que se esforzaba, Nathan no hallaba un por qué. Quizás los diez años de relación, que comenzaron cuando a penas eran mayores de edad, se habían convertido monótonos. Y la monotonía es un ácido que corroe lentamente las relaciones. Ni siquiera discutían, su relación verbal era nula. Nathan pensaba que quizás su amor se había descafeinado, de tanto usarlo lo desgastaron. Pero en el fondo de su corazón, como una señal de instinto animal, sospechaba que Emma estaba recibiendo cariño de otras manos. Aquella sospecha llevaba semanas rondando en su cabeza como un trozo de comida incrustado entre los dientes. 

Para Emma no sería para nada difícil hacerlo, pensaba Nathan. Él se tiraba la noche entera fuera de casa y durante ese tiempo ella estaba sola. Más de una vez se planteó poner cámaras en casa o acudir de imprevisto, pero le parecía que aquello rozaba lo enfermo. Pero Nathan no podía vivir con esa incógnita y estaba dispuesto a averiguarlo.

La tarde anterior, antes de entrar a trabajar, quedó con su amigo John, el único que conservaba de la etapa de adolescencia. Estuvieron hablando sobre el tema y John trató de tranquilizar a su amigo diciéndole que seguramente sería una mala etapa pasajera que pronto acabaría. Le recomendó hacer cosas en pareja que nunca hubieron hecho como ir a esquiar, a un parque de atracciones o alguna cosa de ese estilo. A Nathan le pareció una buena idea y se lo agradeció a John. Desde que se conocían le había demostrado que era alguien de quien podía atender consejos. 

Nathan salió de la quedada con John lleno de ideas y aventuras que hacer con Emma, pero aquel último rechazo le quito todas las ganas que tenía.

Tumbado en el sofá, se pasó toda la mañana frente a su portátil, creando una sesión de música que esa misma noche colocaría en su mesa de mezclas. Jamás había hecho eso, ya que siempre mezclaba manualmente las canciones y hacia los efectos él mismo, pero aquella noche necesitaba que la música sonara por si misma.

Emma se fue a trabajar sobre las cuatro y media y Nathan aprovechó para descansar en su cama después de la larga noche de trabajo. Cuando se despertó, ya eran las once y media de la noche. Se vistió lo más rápido que pudo y se fue a toda velocidad al edificio de radio. 

Se presentó a la audiencia como solía haced y comenzó su sesión nocturna. Estuvo una hora más o menos haciendo las mezclas manualmente, pensando en todo momento en lo que iba a hacer aquella noche. Era algo descabellado, pero su corazón le pedía a gritos que lo hiciera. Cuando el reloj de su móvil marcaba las una y media de la noche, Nathan colocó en la mesa de mezclas el cd que había preparado aquella mañana y le dio a reproducir. Tenía aproximadamente media hora para ir a su casa y volver antes de que el contenido del cd se acabara.

Salió del edificio asegurándose de que nadie le viera y entró en su coche. Condujo rápido hasta su casa y aparcó un par de calles antes, para que Emma no le escuchara llegar. Caminó por la acera al trote hasta llegar a su rellano e introdució las llaves lentamente. No usó el ascensor, subió los dos pisos a pie para ser lo más sigiloso posible y al llegar a su puerta, la abrió con muchísimo cuidado. Una vez dentro, la cerró con la misma cautela y comenzó a andar por el pasillo.

Todas las luces estaban apagadas y al estar también todas las persianas bajadas, la casa estaba sumida en una auténtica oscuridad. Conforme Nathan se acercaba a su dormitorio, eran cada vez más reconocibles unos jadeos y gemidos procedentes desde el interior. Colocó la oreja contra la madera de la puerta y lo que escuchó no dejó lugar a dudas. Los gemidos eran obvios y podían escucharse a los tablones de la cama chirriar. 

Nathan dejó caer su espalda contra la pared y mordió sus nudillos. Llevaba semanas sospechando sobre aquello y ahora que lo había comprobado, no sabía que hacer. Pensó en largarse de allí y no saber nada más de ella. Económicamente le iba bien y no le importaba perder sus cosas. Se buscaría otro piso donde vivir y empezar de cero. Y estuvo a punto de hacerlo, pero cuando estaba a mitad pasillo, dio media vuelta y se lanzó de cabeza al dormitorio. Debía saber con quien le estaba siendo infiel.

Al entrar de golpe, lo que vio Nathan le heló la sangre. Emma estaba galopando frenéticamente a un hombre y al verle entrar, los gemidos fueron sustituidos por un gritó de pánico. Emma se apartó del hombre y se tapó con las sábanas. Pero cuando Nathan se fijó en el hombre, el corazón le dio un vuelco. Allí estaba John, buscando desesperado sus calzoncillos con su cara surcada de nervios.

Después del duro impacto emocional, Nathan comenzó a sentir una creciente rabia, que se manifestaba como un tremendo ardor en su pecho y sienes. John se levantó ya con los calzoncillos puestos y se acercó a Nathan pidiendo calma con sus manos, mientras Emma seguía cubierta hasta las cejas por el edredón.

- Tranquilo tío... ¿Vale? Esto tiene una explicación.- dijo John acercándose poco a poco.

Nathan no escuchaba lo que salía de los labios de su supuesto amigo. La rabia se había apoderado de él.

- ¿Podemos ir a hablar al comedor?- preguntó John tocando el hombro de Nathan. Este le empujó y le propinó un duro puñetazo en la mandíbula que hizo a John trastabillarse. 

Antes de que John pudiera recuperarse del primero, recibió un segundo puñetazo que lo desequelibró todavía más. Por desgracia, John tropezó con las sabanas y cayó torpemente, golpeando su cabeza contra la mesita de noche. Quedó en el suelo con ambas manos sobre su cabeza, de la que no dejaba de brotar sangre desde una profunda brecha.

En ese momento, cuando vio a John sobre un espeso charco de sangre, Nathan sintió como todo el enfado se esfumaba de su cuerpo y el alma se le cayó a los pies. Se agachó junto a John y le agarró la barbilla con ambas manos, pero su mirada estaba perdida en algun punto del techo. El golpe contra el fornido mueble había sido tremendo y seguramente había fracturado su cráneo. Nathan no dejaba de gritar el nombre de John y de sacudir su cuerpo, pero este poco a poco se fue desvaneciendo, hasta que sus pupilas se contrayeron y su respiración se detuvo. Estaba muerto.

Nathan dejó el cadáver en el suelo y se alejó con lágrimas. Miró sus manos llenas de sangre y después miró a Emma. Esta estaba aterrorizada, con el teléfono móvil en la mano, que no dejaba de temblarle.

- ¿Qué haces?- preguntó Nathan con un hilo de voz.

Emma no contestó, se quedó mirándole con un rostro de puro terror.

- Ha sido un accidente.- dijo Nathan tartamudeando.- No quería hacerlo. Suelta el móvil.

Desde el otro lado de la línea, una ronca voz masculina preguntó cual era la urgencia y antes de que Emma pudiera hablar, recibió un manotazo en el brazo que le hizo perder el móvil. Nathan lo chafó y se hizo añicos bajo su pie.

- ¡Asesino!- gritó Emma revolviéndose en la cama.

- Te van a escuchar los vecinos, por favor...- contestó Nathan llorando.

- ¡Socorro! ¡Ayu...

Nathan cogió un cojín y se abalanzó sobre Emma, tapando su rostro con él. Dejó caer todo su peso en el cojín, obstruyendo la respiración de Emma, que movía sus brazos y piernas de forma agónica. Las uñas de Emma encontraron el rostro de Nathan y le arañó la cara brutalmente, haciéndole heridas en la ceja y en el labio.

Poco a poco, los movimientos de Emma fueron debilitándose, hasta que finalmente sus brazos cayeron en cruz sobre la cama y sus piernas quedaron colgando.

Nathan se levantó horrorizado y soltó el cojín, dejándolo encima del rostro de Emma. No se atrevía a destaparlo. La había matado. Su cuerpo y mente estaban bloqueados mientras observaba el cuerpo desnudo de su mujer sobre las sabanas blancas, inerte y apagado. Se pasó así más de dos minutos, de rodillas, hasta que su mente volvió a la realidad y reaccionó. No podía quedarse allí, debía irse. Miró el reloj, todavía quedaban poco menos de diez minutos para que el cd se detuviera.

Salió a toda velocidad a la calle. Había comenzado a llover. Si llegaba al edificio de radio antes de que el cd finalizara, aquello le serviría como coartada. Debía llegar antes de que eso ocurriera, si no la emisora quedaría en silencio y quedaría delatado ante la policía.




PÁJAROS

La italiana y su hijo, el profesor de física de mi hermano, aquel chico con nombre hebreo, la que conoció a Cassandra Clare, e incluso un personaje fugado del libro de la propia escritora. Todos revolotean en mi cabeza como pájaros desorbitados, fundiendo sus cánticos en una brutal tormenta sin dejarme distinguir nada.
Y, con todo, tengo la mente en blanco.
Llevo algo más de media hora mirando la página vacía de Word que inútilmente he abierto. He examinado cada píxel de pantalla, cada mota de polvo, cada mancha imperceptible, pero nada. Tras mil historias desechadas, las palabras se niegan a acudir a mi mente. Ni siquiera llegan viscosas y estériles como antes; ahora simplemente no llegan.
¿Por qué las mejores ideas siempre se presentan en los momentos menos indicados? En clase, en medio de una conversación, a mitad de una conferencia… Pero nunca cuando se las necesita.
Cegada por la frustración, cierro el ordenador bruscamente y me levanto de la silla. Mañana tengo examen de laboratorio de Química y no puedo permitirme perder un segundo más en busca de algo que no quiere aparecer, porque si saco menos de un cuatro y medio en el examen, nos vemos en junio. Y no, de eso ni hablar. Puede que sea despistada, desastrosa y olvidadiza, pero no pienso ir a junio por un examen de pacotilla, y menos de Química.
Saco los apuntes y me pongo a hacer ejercicios para practicar.
Dos horas más tarde, cuando ya no distingo los hidrógenos de los carbonos, decido que es momento de dejarlo. En parte me siento mal porque sé que mañana me voy a arrepentir de no haber estudiado más, pero en mi fuero interno sé de sobra que por mucho que lo intente, ya no hay nada que hacer. La suerte está echada.
Además, a mi mente han regresado los pájaros enloquecidos que me gritan historias a borbotones sin dejarme escuchar. Y no puedo ignorarlos.
Me tiro en la cama deshecha y me dispongo a examinar por enésima vez la premisa del blog con la esperanza de que se me venga alguna idea a la cabeza.
Un relato libre o uno con estructura in extrema res y que incluya la frase “no hay mayor quietud que la del ojo del huracán”. Y yo que me quejaba del sacaleches… ¡De buen grado lo acogía yo ahora!
–Paula.
Una voz me sobresalta y no puedo evitar que un pequeño chillido se me escape de la garganta.
–¡Marcos! Como vuelvas a hacer eso te mato.
–¡Si es que te asustas con nada!
–No he oído la puerta, tú podías avisar.
Por su expresión me da a entender que le da igual.
–¿Ya has acabado de estudiar? –sonríe– O quizá debería preguntar, ¿has empezado?
–Claro que he empezado, idiota, pero ya no podía más. Estoy a ver si se me ocurre algo para escritura creativa.
–¿Qué tienes que hacer?
–O algo libre o in extrema res con la frase “no hay mayor quietud que la del ojo del huracán”.
–¿In extrema qué?
–Que empiece por el final, vamos.
–¿Y qué vas a hacer?
–Si lo supiera no estaría aquí tumbada, ¿no crees? –me incorporo y tiro el móvil a la cama.– Me da rabia porque quiero escribir algo guay, pero todo lo que se me ocurre o es demasiado largo para un relato, o creo que no merece la pena. Y sabiendo que lo va a leer gente es distinto que si sólo lo escribiese para mí.
–Pues yo qué sé… escribe algo de una tormenta en el mar.
–¿Qué?
–¿No tenías que meter algo de tormenta?
–Huracán. Pero es demasiado obvio. La gracia estaría en pensar algo con esa frase pero que no tenga ninguna relación, y que en el último párrafo… ¡Bam! Cobre sentido.
Mi hermano guarda silencio por un momento.
–Creo que te complicas demasiado. Bueno, me voy a cambiar y en media hora hacemos la cena, ¿va?
–Vale– arrastro la palabra y me vuelvo a tumbar en la cama.
Quietud. Ojo. Huracán. Quietud. Ojo. Huracán.
¿Y si escribo algo de fantasía? ¿Romance? ¿Una guerra? ¿Magia? No, no quiero usar la magia como un comodín porque no se me ocurre algo mejor. Sería profanarla.
Venga, Paula. Piensa. Se pueden escribir grandes historias sin necesidad de que se acabe el mundo. Tú sabes que se puede.


–Ya te he dicho que eso no se puede– me repite mi compañero de laboratorio.
–¿Y por qué no? Le pones aquí dos electrones, ajustas los oxígenos aquí y lo multiplicas por dos.
–Ya, y este hache dos o qué, ¿eh?
Miro la ecuación de nuevo, sin entender.
­–Pues ese hache dos o… lo voy a mandar a tomar por saco porque no me cuadra.
–Porque se hace como yo te he dicho, hazme caso.
–Pues nada, un punto menos en el examen que tengo. –dejo el lápiz sobre la mesa, harta– Así, de gratis.
Pensaba que el examen de Química se me había dado bien hasta que me he puesto a comparar resultados con mis compañeros. Ayer debería haber estudiado más, mira que lo pensé.
Y lo peor es que sigue sin ocurrírseme nada bueno. No, en realidad lo peor es que siempre se me ocurren mil historias con cualquier estupidez y ahora que quiero escribir algo de verdad no viene nada decente. Me voy a retirar de escritora y de Bióloga ya que estamos.

–¿Ya estamos todos?– oigo que dice Bárbara justo antes de cerrar la puerta ante mis narices.
Con mucho cuidado la abro y asomo la cabeza, resollando como si acabase de correr una maratón.
–Ay perdona, no te había visto.
–No pasa nada.
Entro tratando de hacer el menor ruido posible al tiempo que localizo un sitio libre.
Justo antes de sentarme, miro a mi alrededor casi sin ser consciente de lo que estoy presenciando, y entonces, así de repente, lo veo. No ante mis ojos, sino en mis pensamientos. Los pájaros estridentes, enloquecidos, cantando canciones dispares. La italiana y su hijo, el profesor de física de mi hermano, aquel chico con nombre hebreo, la que conoció a Cassandra Clare, e incluso un personaje fugado del libro de la propia escritora.
Y sólo entonces me doy cuenta de que no van descoordinados, sino que cantan todos al compás, todos una misma canción, solo que no logro distinguirla. Porque todos nosotros conocemos esos pájaros dementes, todos nosotros los llevamos dentro.

Y es en este preciso instante, cuando los pensamientos se derraman entre mis dedos hasta el teclado y contemplo ante mí las palabras vivas de una idea vibrante y llena de luz, es en este instante cuando los pájaros cesan sus desorbitados chillidos para cantar al unísono una misma canción, esta vez sí, todos a una.
Gracias a mis pájaros he aprendido que la vida no va de grandes historias, sino de nuestras historias. Y quizás, y sólo quizás, estas cobren valor sólo por ser nuestras.

Nuestras y de nadie más.

Paula Serrano

LO PEOR ES EL DESPUÉS

LO PEOR ES EL DESPUÉS

El Congreso

La última vez que Eusebio vio a Roberto supo que no habría ninguna más. Quizá fuera la forma de despedirse o la mirada atrás que ambos echaron antes de partir, uno a Berlín y el otro a Praga, o la conversación, lúgubre, tiznada de reproches y medias verdades.

Todo comenzó con una invitación. En el año 2010 se celebró un Congreso de Jóvenes Músicos en Madrid, organizado por el Ministerio de Cultura, donde se invitó a los jóvenes más prometedores del panorama nacional, quienes, en algunos casos, ya coleccionaban premios individuales o colectivos, pero que no habían podido conocerse más allá de un seguimiento esporádico por redes sociales o coincidencias puntuales en festivales.

Eusebio y Roberto, o Roberto y Eusebio congeniaron de modo inverosímil, punteándose la conversación y arrebatándose la iniciativa, como quien quiere agradar demasiado. Hablaron de novias (futuras) y exnovias (pasadas), de la imposibilidad de tener una relación con algo que no sea su instrumento, de las diferencias entre violín y viola, y de cómo una mujer es más viola que violín o, en todo caso, cómo una mujer puede ser violín o viola pero siempre destacará más su parte viola.

En esos tres días decidieron que estudiarían en Viena y vivirían en Madrid, que el nombre de sus instrumentos siempre empezaría por S. y que en los días festivos se levantarían muy temprano.

Las mañanas las dedicaron a estudiar y las tardes a dar recitales, dos días con la banda municipal y un día como solistas, y las noches, junto con todos los compañeros, a salir por la ciudad, huyendo del Auditorio y entregándose a las calles madrileñas. Se formaron grupos por edades, por intereses, por sexo, por casualidad, y en todos convergían.

Roberto era alto y huesudo, destacaba por sus ojos negros y hundidos como si acabara de levantarse de una larga siesta o no hubiera dormido desde hace una semana, tenía el pelo muy fino y largo, llegándole casi hasta los hombros y solía andar a zancadas, siempre adelantado al grupo.

Eusebio tenía la cara ovalada, la boca pequeña y los dedos sarmentosos, como si se quisieran escapar de su mano de tanto crecer. Solía vestir ropas dos tallas más grandes y cuando no estaba estudiando o en clase se ponía gafas gigantescas sin cristales, en un gesto de ocultación y afectación a partes iguales.

Sus compañeros recordarían los días de ensayos y los exámenes frente a músicos profesionales, las discotecas y las luces de la ciudad disueltas por el alcohol barato y la velocidad de los taxis, los roces y los adioses prematuros; ellos lo recordarían todo con la lucidez de quien colecciona recuerdos para enseñarlos como un trofeo, presumiendo de ellos.

Al año siguiente cumplieron su promesa y alquilaron un piso en Madrid.


Los días se sucedían entre ensayos y audiciones, jornadas larguísimas de trabajo acompañadas de clases particulares que les dejaban agotados y deseando que llegara el sábado para exprimir las horas. 

Cada semana, su casa se convertía en el último reducto de cierta bohemia literaria y musical, allí acababan los restos de la noche y se componían como podían a sí mismos, recuperando sus piezas y volviéndose a montar mientras alternaban música clásica con urbana, poesía en voz alta con chistes.

Eusebio y Roberto vivían con las estrecheces propias de quien sabe que su vocación es férrea pero mal remunerada, esperando el porvenir sin saber cómo afrontarlo. Eran, a su modo, felices.



La Fiesta

Había fantasmas, esqueletos con todos sus huesos, payasos, brujas y brujos, Jesucristo y la Virgen María. Quien hubiera entrado en aquel momento sin haber sido invitado, hubiera pensado que era una réplica del infierno diseñada por un imaginativo, pero más bien pobre diablo. Se pinchó música para la ocasión: Thriller, Marilyn Manson, la banda sonora de Psicosis, o los Cazafantasmas se combinaban con efectos de sonido tétricos. La luz iba y venía. Los goznes de las puertas chirriaban y sólo se bebía vino tinto.

Se habían propuesto dar una fiesta diferente y lo estaban consiguiendo. Alrededor de las tres de la mañana la confusión se había adueñado de la casa, la Virgen María volvía sin su niño del cuarto de invitados, los payasos ya no daban tanto miedo y los brujos continuaban su movimiento pendular, removiendo sus polvos mágicos y repartiéndolos entre quienes querían revivir, del baño al salón, y del salón al baño.

Se escuchó un grito ahogado y se desataron las risas, ya había ocurrido que alguien elevaba la voz para asustar o hacía muecas exageradas, y cuanto más real parecía, más disfrutaban. Continuaba la música y el vino desbordaba las copas, las luces relampagueaban como si hubiera una tormenta interna a punto de desatarse en la habitación.

De la pared colgaba una sábana blanca donde se proyectaban cortos de terror. Ejecuciones sumarísimas, secuestros y cuerpos descuartizados se iban sucediendo sólo apoyados por los subtítulos, no hay mayor quietud que la del ojo del huracán, dijo un personaje tras haber disparado en la cabeza de un anciano. Qué paz, ya sólo escucho mi cabeza, concluyó.

Al filo de las seis de la mañana, cuando ya se habían marchado todos, Eusebio y Roberto se felicitaron y se tomaron la última copa, dejando para el día siguiente la limpieza y limitándose a apagar el proyector y el ordenador.

Cuando iban por el pasillo del piso hacia sus habitaciones, la de Eusebio a la izquierda y la de Roberto a la derecha, advirtió Eusebio un hilillo rojo que primero identificó como vino y después imaginó como sangre. A la segunda, acertó.


La Investigación

Los policías se agolpaban en el piso ahora sí iluminado. Eran las siete de la mañana y había amanecido súbito, como si la luz tuviera prisa. Los intentos de reanimación surtieron efecto y, tras el susto inicial, Luisa volvió en sí. De su brazo derecho colgaba una vía de suero conectándola a la realidad. No recordaba nada, dijo. Se había roto la nariz al caer.

Eusebio y Roberto balbuceaban explicaciones torpes, inútiles ya. No sabían qué había podido pasar, había mucha gente y la mayoría estaba disfrazada, no pudieron identificar a todos los que habían estado en la fiesta y, para colmo, muchos no se habían descubierto el rostro velado por las máscaras.

Una violación es una cosa seria, intenten acordarse, por favor, señaló el inspector de policía en un tono aparentemente paternal. Las bragas, desgarradas, aún colgaban del tirador de la puerta.

La palabra violación retumbó como un gong en los oídos de Eusebio, quien recordó que a lo largo de la noche había oído un grito o chillido apagándose, como si alguien lo quisiera esconder. Las risas se imponían ahora en su cerebro y se odió por no haber identificado eso. Fue una señal de socorro. Habló con Roberto y le preguntó si había oído algo.

Nada. Gritos, chillidos, risas y ninguno destacó, todos me parecieron de broma, dijo Roberto.

Tras el suceso, la relación entre ambos cambió. Roberto comenzó a evitar a Eusebio, y no ocultaba que preferiría vivir en otro lugar. Eusebio se sentía culpable por lo ocurrido y responsable por no haberlo evitado, no paraba de oír el grito y de elucubrar quién podía haber hecho una cosa así. Roberto no quería hablar del tema y siempre mudaba la conversación con frases hechas o lugares comunes.

Tras unas semanas, la policía se presentó de nuevo. Habían encontrado algo muy importante pero antes querían hacerles unas preguntas. Comenzaron con Eusebio. Tras la fijación de hechos relativos a quién, cómo y porqué se organizó la fiesta, dispararon. ¿Sabías si Roberto y Luisa tenían una relación o habían podido tenerla?

-Sí, era posible. Pero no lo sabía con seguridad.

Roberto se enfrentó a las preguntas de los policías sabiendo lo que ocurriría. Sus peores presagios no se confirmaron. Como vinieron, se fueron.


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Pasaron los meses y no se volvió a hablar más de la fiesta. Ya no vivían juntos ni se veían, sólo sabían el uno del otro por amigos comunes. La fiesta de disfraces se difuminó hasta hacerse polvo, desgranándose en múltiples motitas que arañaban pero no herían. Pareció mentira.


Volvieron a verse en el aeropuerto. Habían conseguido una beca para seguir estudiando en Europa y se quisieron felicitar. Recordaron las mañanas cuando se levantaban temprano para ensayar y se preguntaron por sus familias. No se dijeron nada más.

ÚLTIMO RELATO

"Un olor puede cambiarnos la vida"

Siempre fui un chico de ciencias, mi mente trabajaba en armonía con la física, la química y las matemáticas; había dedicado toda mi etapa educativa a su estudio y perfección, pero a 15 días de empezar mis estudios en la facultad de medicina hice la locura de traspasar mi matrícula a filosofía.
¿Por qué? Me preguntaréis. Mi sueño era estudiar medicina, dedicarme a salvar vidas. Había estudiado mucho para sacar la nota necesaria en el examen de ingreso a la universidad y fue justo ahí cuando mi mente cambió.
Hice los exámenes de ingreso en la facultad de filosofía y desde el momento que entré por la puerta un olor invadió todo mi ser, se apoderó de mí, entro por mis fosas nasales hasta quedarse impregnado en mi cerebro, en mis manos, en mi piel, en mi ser, pero sobretodo en mi memoria.
Libertad fue lo que olí, os lo juro no estoy loco, pura libertad. En cada rincón, en cada libro que abría, en cada aula, en cada columna, todos y cada uno de los aspectos de esa facultad olía a libertad. Las escasas tres horas que pasé metido en esas cuatro paredes fueron y serán las tres horas más bonitas de mi vida, ahí me di cuenta de lo que realmente quería era asistir a esa facultad, oler diariamente todos sus recovecos y en definitiva: Ser tan libre como el olor que respiraba.

Y así fue como repentinamente acabé estudiando filosofía y ¿sabéis que? No me arrepiento de nada. Cada día, cada segundo que pasaba ahí era más feliz que el anterior. Aprendí que no solo la facultad huele a libertad sino que hay muchas cosas que también huelen a libertad: Como el libro que me compré en aquella tienda del centro, los bancos recién pintados, la madera de la barandilla de la escalera que daba al despacho del decano, la hierba mojada con su implacable olor que se deslizaba por mi ventana, esa colonia que olía a mi abuelo, el olor de las galletas que me hacía mi madre cuando era pequeño… Era libre, hasta creo que yo mismo olía a libertad algún día que otro.
Es curioso como toda tu vida puedes estar convencido de algo, poner la mano en el fuego por ello, tener una fe ciega en ello y un día llega algo o alguien para hacerte cambiar de parecer, para hacerte dar cuenta que realmente eso no es lo que querías, que existen otras alternativas, otros caminos. Es curioso como algo tan simple y tan efímero como es un olor, que viene y va, puede hacerte cambiar de forma de pensar e incluso cambiar tu vida, el curso de tu vida, lo que vas ha hacer con tu vida. Es algo indescriptible.

Pasaron las semanas y los meses como segundos en el reloj, y yo seguía impregnado, enamorado del olor a libertad. Cada día desde el primer al último segundo que pasaba entre sus muros, sus clases y sus pequeños recovecos. En este punto de la historia tal vez penséis que me encontraba en una especie de éxtasis, de enamoramiento profundo e incondicional con mi facultad, que no había nada ni nadie que me gustará más que aspirar ese olor todos los días… Bueno pues no, pero casi. No me malinterpreteis, en esa época hasta yo hubiera puesto la mano en el fuego convencido por esa idea, pero mi facultad volvió a enseñarme lo maravillosa que puede llegar a ser.
Bajé las escaleras del segundo piso dirigiéndome a mi cuarta clase del día y justo cuando estaba a punto de abandonar el ultimo escalón, en el momento mas inesperado, volví a oler ese olor. El olor a libertad volvió a inundar mis sentidos. Cerré los ojos e inhalé ese aroma dejando que me embriagara, aspirando hasta la última gota de su esencia, pero esta vez fue diferente, el olor se movía. ¿Cómo era eso posible? Abrí los ojos y hallé la respuesta. Esta vez el olor no procedía de ningún mueble o columna, de ningún fenómeno meteorológico, de ningún libro o cosa alguna, esta vez el olor venía directamente de una persona.
Ella andaba con paso firme y decidido camino al segundo piso, ignorante de la sensación que acababa de producir en mi, me quedé exhausto, inmóvil. Era la primera persona en mi vida que encontraba que olía a libertad.
Me giré, observándola a unos escasos dos escalones y sin pensar en las consecuencias, sin pensar en lo que podría pensar de mi le solté: "Hueles a libertad".
Se giró, extrañada, me mantuvo la mirada durante varios segundos hasta que decidió marcharse. Y así como vino el olor a libertad se fue.

Por suerte del caprichoso destino no fue la última vez que la vi, averigüé que estudiábamos en la misma facultad e incluso compartíamos varias clases. Siempre me situaba varias filas por detrás suya donde el olor a libertad era más notable, la observaba sin decir ni una palabra, hasta el día que por fin reuní el valor necesario para hablar a la que se había convertido en la musa de mis días.
Como es de suponer me disculpé por nuestra muy extraña primera toma de contacto, tampoco quería que pensara que soy un bicho raro. Pero después de eso hablamos, hablamos mucho, al principio de cosas triviales, sin fundamento, pero después de asuntos más personales y profundos.
Poco a poco el olor a libertad se incentivó y encontré en ella la verdadera definición de mi propia libertad, era simple: Mi verdadera libertad era ella.

Pronto las hojas empezaron a caer de los árboles. Septiembre, otoño, mi cumpleaños.
Ese 12 de septiembre me dirigí a mi pupitre en mi primera hora del día como acostumbraba a hacer,  pero algo distinto sucedía. Ella estaba a mi lado y en cuanto me acomodé en el asiento sacó lo que parecía un frasco de colonia envuelto de una bolsa.
"Feliz cumpleaños, toma para que tu también huelas a libertad"
Desde ese momento comprendí que el afecto que le tenía no era meramente por amor al sentido olfativo y desde ese día decidí hacer mía la libertad

Selli

lunes, 11 de diciembre de 2017

Relato "La guerra en las estrellas". Ignacio Fanjul


Relato “La guerra en las estrellas”



Prólogo


¡Evacuación inmediata! ¡Esto no es un simulacro! ¡Debemos salir de aquí! ¿Qué hacemos? ¡Estamos atrapados, ayuda! Lyor… Lyor ¡Lyor! ¡LYOR!

Sus ojos se abrieron de golpe y trató de levantarse de un salto, pero unas manos lo sujetaron de los hombros, obligándolo a quedarse donde estaba. Forcejeó con aquel individuo desconocido, presa de la confusión.
—¡Lyor, cálmate, soy yo! —le dijo una voz. Así que quien yo lo llamaba no era un recuerdo del pasado, sino alguien presente—. ¡Soy Geris! Sabes quién soy, ¿verdad?
Lyor cesó el forcejeo al escuchar aquel nombre. Conocía aquella voz. Era su mejor y único amigo, que lo estaba ayudando, como siempre había hecho.
Parpadeó un par de veces y miró lentamente a su alrededor, escudriñando el terreno: se encontraban en un bosque frondoso, donde los árboles lo ocultaban todo más allá de los seis metros y cuya oscuridad que los rodeaba se mostraba más misteriosa que peligrosa. Nada que ver con la terrible batalla espacial en la que estaban envueltos hacía… ¿cuánto tiempo llevaría dormido?
—Geris… ¿Qué ha pasado?
—Logramos escapar, aunque de momento. Atravesamos la fisura dimensional y vinimos a parar aquí. Después, la flota reapareció al otro lado dispersada; nuestra nave estaba ya herida de muerte, de modo que escapamos en las cápsulas de escape. Tú habías recibido un duro golpe durante el descenso por las turbulencias al entrar en la atmósfera, y ahora estamos aquí. Ya estamos intentando comunicarnos con los grupos que han logrado escapar.
Lyor miró detrás de su amigo: un grupo de unos treinta soldados estaban con ellos, mirándolos atentamente mientras trataban establecer contacto con fuerzas aliadas con un trasmisor de alta frecuencia. No pudo evitar sentir vergüenza consigo mismo por haber despertado de aquella manera delante de sus subordinados.
—Bien —por fin pudo levantarse del suelo. Su cuerpo le dolía horrores, por lo que crispó ligeramente el rostro al sentir algunas punzadas, pero no se preocupó de que lo viesen sus soldados, pues su casco ocultaba completamente su rostro—. Debemos ponernos en marcha. ¿Sabemos qué planeta es este?
—Negativo, este planeta es totalmente desconocido. Ni siquiera figura en los mapas estelares. Parece ser que nadie había cruzado o visto siquiera esa fisura dimensional que hemos traspasado. Estamos totalmente ciegos aquí.
Lyor suspiró profundamente.
—Vale… ¿y los delvanianos? ¿Sabemos si están buscándonos?
—Ellos nos persiguieron a través de la fisura, pero creo que también se han dispersado involuntariamente. No sabemos si alguna de sus naves ha acabado cerca de aquí.
—Bueno, algo es algo. Como sea, debemos avanzar, y cuanto antes mejor.
Con una sola orden, los demás guerreros phoenixcianos formaron en un solo grupo compacto y siguieron a Lyor a través del bosque.
Aun así, el comandante no podía evitar preguntarse si este planeta estaría vacío… o habría alguien ahí fuera, probablemente espiándolos desde su inoportuna llegada.




Capítulo 1


Una hora después. Por la tarde. Huso horario desconocido.


No tardaron mucho en establecer contacto con un grupo amigo que había aterrizado en las inmediaciones del lugar del siniestro del acorazado en el que habían llegado. Ya que Lyor era la persona con mayor rango, les ordenó que analizaran los daños de la nave de guerra y recuperaran cualquier cosa o persona que pudieran servirles.

Cuando estuvo a punto de cuestionarse cuándo saldrían de aquel bosque, sus dudas quedaron disipadas en el preciso instante en el que desembocaron en un claro. Sin embargo, surgieron otra docena de dudas. En el mismo instante que habían entrado en el claro, el aire se había tornado sorprendentemente cargado, hasta el punto de que daba la sensación de que costaba respirar. Pero ahí no terminaban las rarezas: no corría ni una brisa de aire, aun cuando el lugar estaba cubierto por nubarrones de color carmesí. Aunque ya había visto esas mismas nubes en otra decena de planetas, había algo en aquel lugar que le inquietaba.
—Señor, mire allí. Hay una casa —le indicó Geris, señalando al frente.
Siguió con la mirada la dirección en la que le había dicho. Efectivamente, a unos cuantos cientos de metros, había una mansión vallada.
—Vayamos a ese lugar.
—Lyor —su amigó posó una mano sobre su hombro y le habló en voz baja para que nadie los escuchara—. ¿Seguro que es una buena idea? Este lugar resulta… extraño.
—Geris, este planeta es totalmente desconocido. Cualquier cosa que veamos aquí será extraña para nosotros. Y ahora vayamos a esa mansión.

***

Tardaron otros siete minutos en llegar hasta allí. Mientras se aproximaban, escudriñaban constantemente los escáneres integrados en sus cascos, buscando cualquier señal biológica que pudiera suponer una amenaza, sin ninguna anomalía. Todo a su alrededor se mostraba ante ellos fríamente silencioso, incluso demasiado para unos soldados como ellos.
Llegaron hasta la verja que separaba aquella misteriosa estructura del resto del mundo. Lyor se adelantó e intentó abrir la puerta con cuidado, pero esta se resistió. No satisfecho con eso, desenfundó su pistola y voló la cerradura ante la mirada sorprendida de todos los demás, pero no le dijeron nada al respecto.

Se internaron en el patio, empedrado con losas talladas y desprovisto de cualquier inmueble. La mansión, en cambio, estaba cargada de ornamentación que le daba un aire a una época pasada, muy anterior a los ojos de los que habían llegado del espacio.
—“Me pregunto de qué milenio será esta vivienda” —pensó Lyor para sus adentros.
—No parece que haya nadie… quizás está abandonada —dijo Geris, aunque sostenía con fuerza su rifle. Lyor no culpaba la inseguridad de su segundo al mando ni la de sus subalternos. Incluso él estaba en cierto modo nervioso.
Desvió su mirada hacia los ventanales, en busca de señales de vida ocultas tras las sombras del interior del edificio. Nada, aparentemente.
—Eso parece, Geris. Entremos.

Abrieron el portón con el mismo método que la verja y se adentraron. La oscuridad cedía ante la tenue luz que se filtraba por la entrada conforme la abrían. Lyor avanzó tres pasos y se detuvo: al mirar alrededor, vio que el vestíbulo estaba tan bien adornado como la fachada, e igual de desierta. Cuatro estatuas flanqueaban las dos escaleras de mármol que daban a los pisos superiores, y estas mismas escaleras bordeaban una segunda puerta doble, también custodiada por esculturas.
—Entremos todos.
—¿Dejamos la entrada sin vigilancia? —inquirió Geris arqueando una ceja, a pesar de que no pudiera ver su gesto a través del casco.
—Lo mejor será que no nos separemos; ya conozco cómo sigue la historia.
Entraron los treinta y dos guerreros al vestíbulo y cerraron la puerta sin cerradura en la medida de lo posible. Lyor avanzó con pies de plomo, mirando a todos lados y con el rifle preparado, y tras él los demás. Abrieron la segunda puerta, que daba a un largo pasillo adornado únicamente por una alfombra roja y unos viejos candelabros, y al fondo otra puerta.
—“Esto va a ir para largo…”

***

Con la máxima precaución y coraje que pudieron reunir, inspeccionaron la mansión sala a sala. En una de ellas, encontraron una serie de cuadros dispuestos únicamente en la pared derecha. Se trataban de retratos.
—Pongámosles rostros a sus dueños de una vez.
Se aproximaron a los cuadros, y se sorprendieron más de lo que les cabría admitir: en ellos aparecían figuras que vestían de forma ostentosa de una especie que conocían vagamente.
—No es posible… ¿Terranos? —Lyor se volvió hacia Geris—. ¿Estamos en el planeta Tierra?
Su amigo se encogió de hombros.
—No creo. Aunque hayamos traspasado una fisura dimensional, este planeta no figura en ningún mapa. A menos que sea una colonia terrana, no deberíamos estar en su mundo. Sin embargo… su semejanza es cuanto menos sorprendente.
—Una cosa es bien clara: son, o eran, humanoides, como nosotros —pasearon lentamente, observando cada uno de los cuadros. Todos seguían el mismo patrón respecto a sus protagonistas… hasta que llegaron a los cuatro últimos. En ellos, Lyor se detuvo en seco.
—¿Qué ocurre, señor? —preguntó Geris al ver que se había detenido.
—Fíjate en las fechas de estos últimos cuadros.
Geris observó la pequeña placa que marcaba las fechas en cada uno de los cuadros y sintió un ligero escalofrío en su espalda. En los cuatro retratos, la fecha de defunción de sus protagonistas era exactamente la misma, incluso el día: 6/8/1645
—¿Qué demonios…?
—Todo apunta a que aquí ocurrió una gran desgracia, seguramente fueron asesinados. Aunque me pregunto quién pondría estos retratos… —comparó los cuadros. Los dos situados al lado derecho eran de un hombre y una mujer, mientras que los de la izquierda mostraban a dos muchachas de cuerpo entero, por lo que dedujo que se debió de tratar de una familia.
Sin saber muy bien por qué, su mirada se detuvo en los dos retratos de la izquierda. Se aproximó a ellos casi de forma instintiva bajo la mirada confusa de su amigo y algunos soldados. Saltó con la mirada de un cuadro a otro. A juzgar por los rasgos físicos plasmados en la superficie pictórica, debieron de ser hermanas. Sin embargo, había algo que resaltaba demasiado: la palidez de sus pieles con respecto a las anteriores figuras. Y había más: la muchacha que parecía ser la hermana mayor, retratada en el último cuadro, tenía el cabello corto de un tono azul claro, a diferencia de su hermana menor, que era largo y oscuro. Aunque no sabía mucho sobre los terranos, no había oído hablar de que hubiera especímenes humanoides con un cabello tan peculiar como el de la primera, al menos no en una época tan arcaica. Aunque, por otro lado, seguramente se trataba de otra especie totalmente distinta, y la idea de que tuvieran algunos genes distintos respecto a los terranos era más que plausible.
—“Joder, la palidez de estas mujeres es más bien enfermiza. Me pregunto si comerían bien estos alienígenas” —frunció los labios al pasear la mirada por el cuerpo de… ¿cómo se llamaba esta mujer? Bajó un poco la mirada. Scarlet era su nombre. Igual que su mujer…
—¿Lyor?
—Perdona. Estaba sumido en mis pensamientos. Sigamos.

Abandonaron la sala y se adentraron en una nueva. El techo en esta nueva estancia estaba mucho más elevado con respecto a las anteriores, y se apoyaba sobre grandes columnas de mármol. Una alfombra roja reposaba en el centro de la habitación y escalaba por unas pequeñas escalinatas hasta llegar a dos grandes sillas que se asemejaban a unos tronos. El grupo se aproximó a ese lugar con máxima cautela.
Y un estridente sonido rompió abruptamente el sepulcral silencio. Se trataba de una nota grave de piano. Todos se sobresaltaron y clavaron los pies al suelo, mirando en todas direcciones con sus armas en alto.
—¿¡Quién cojones ha tocado algo que no debía!?
—¡Nadie, señor! Estamos los treinta y dos aquí… —se escuchó otra nota tenebrosa que ahogó las palabras de Geris, y esta vez daba la sensación de que se había escuchado más cerca.
—¡No os mováis ni un centímetro! —rugió de nuevo Lyor.
—¡No nos estamos moviendo, señor! —replicó una soldado.
El lugar volvió a sumirse en un inquietante silencio. No había ningún piano, y tampoco parecía haber alguna losa que fuera una plataforma que accionara un mecanismo oculto, por lo que aquellos sonidos sólo podían significar una cosa.
—No estamos solos en esta mansión —sentenció Lyor escudriñando las sombras que los rodeaban al mismo tiempo que los sensores, en busca de señales.
—Eres perspicaz —dijo de repente una voz femenina que retumbó por toda la sala, lo que puso a los phoenixcianos en guardia—. De modo que tenemos intrusos.
Lyor miró a los alrededores con mayor velocidad, sin ver a nadie. Tampoco detectaban nada. ¿De dónde procedía aquella voz?
—Sé que estás ahí. Muéstrate de una vez —mintió descaradamente Lyor.
Una risita maliciosa se hizo escuchar.
—Si así lo deseas… aquí estamos.
Al denotar la diferencia de distancia de la voz, dio media vuelta hacia las sillas, que era la dirección de donde procedía. No pudo escapar de su asombro al ver a dos mujeres jóvenes sentadas allí mismo. No existía una explicación lógica que pudiera esclarecer que no hubiesen visto o localizado a aquellas mujeres antes. Y para añadir más confusión a la situación, Lyor se percató de inmediato de quienes eran.
—Si no lo veo, no lo creo… Son las hermanas.
—¿Las de los cuadros?
—Joder, ¿Es que no las ves? —dijo entre dientes, aferrándose con mayor fuerza a su rifle.
Las hermanas iban ataviadas de los mismos vestidos ostentosos de faldas algo abombadas, tan típicos de la antigua aristocracia. La más mayor portaba uno de color rojo, y su hermana menor, de blanco. Sus pieles eran casi tan pálidas como la nieve. Sin embargo, los ojos no eran verdes como aparecían representados en los retratos, sino que mostraban un tono escarlata amenazante.
Lyor tragó algo de saliva. El hecho de que hubiesen ocultado ese detalle en los autorretratos no podía suponer nada nuevo.
—¿Quiénes sois? —les interrogó.
La mujer del vestido rojo rio por lo bajo.
—Me sorprende que preguntes eso cuando ya sabes mi nombre, pero no eludiré tu cuestión. Me llamo Scarlet, y esta es mi hermana María —apoyó ligeramente su cabeza sobre su mano izquierda—. Sin embargo, deberíamos ser nosotras quienes hiciéramos las preguntas, ¿no crees?
De repente, surgieron de las sombras ocho figuras cubiertas por grandes corazas de caballeros. Los phoenixcianos se percataron de inmediato y tomaron posiciones defensivas.
—¡Estamos rodeados! —advirtió un soldado.
Lyor miró a los lados. Tampoco habían detectado la llegada de estos individuos, por lo que tendrían que tener las mismas características que ellas. Miró de reojo a Scarlet; seguía sentada en su “trono”, mirándolos fijamente con aquellos ojos carmesíes, y con una sonrisa malvada dibujada en su rostro. Esperaba que atacaran a sus guardianes.
—Bajad las armas.
—¿Señor? —inquirió sorprendido Geris mirándolo por encima de su hombro, sin dejar de apuntar a sus hostigadores.
—He dicho que bajéis las armas. ¡Bajad las armas de una vez!
Poco a poco, los soldados le obedecieron, no sin dejar de aferrarse con todas sus fuerzas a sus rifles. Geris se posicionó a su lado, intentando protestar, pero Lyor lo interrumpió levantando ligeramente una mano.
—Algo me dice que estos seres no son comunes, ni siquiera en este mundo.
—Muy astuto, líder de los intrusos.
—Mi nombre es Lyor.
Scarlet amplió aún más su sonrisa.
—Muy bien, Lyor; acabas de evitar momentáneamente la masacre de todos tus guerreros… por el momento —se levantó de su silla y descendió elegantemente por las escalinatas, y su hermana justo a su lado. Avanzaron hasta situarse a tan sólo unos pocos centímetros del comandante. Este se percató entonces de la gran diferencia de estatura entre él y los de aquella especie humanoide: le sacaba tres cabezas a la hermana mayor.
—Supongo que debemos estar agradecidos —dijo con ligero sarcasmo. No era apropiado pasarse de listo ahora. Entonces ideó una pregunta para dar la vuelta a la tensa conversación—. No sois humanos, ¿verdad? —inquirió usando aquel término tan primitivo de otras especies.
—¿Qué crees tú? —era una pregunta mas bien retórica, pues mostró sus dientes mientras sonreía, dejando ver unos colmillos inusualmente extensos.
—“Maldición, no me digas…” —poco había escuchado sobre el folklore humanoide, pero en muchos relatos de distintos mundos hablaban de unas criaturas cuyas características eran idénticas a los seres que habitaban aquella mansión—. Poco sé sobre vuestra raza, pero he oído que poseéis una gran fuerza física… y que drenáis la sangre de vuestras víctimas. Incluso he leído en algunos escritos que usais algo llamado “magia”.
Geris miró sorprendido a Lyor por tener conocimiento de esas cosas, y luego con temor a las mujeres.
—Vaya, me sorprende que un alienígena sepa tanto sobre nosotros. Quizás, después de todo, os dejemos con vida ¿Qué dices, hermana?
—Creo que deberíamos darles una oportunidad. Al fin y al cabo, no parece que hayan venido a nuestro planeta por gusto.
—Así es. Nos perseguían nuestros enemigos y hemos venido a parar aquí. Aun así, no tenemos pensado quedarnos mucho tiempo, así que no pretendemos perturbar vuestra… vuestro hogar.
—Está bien —hizo una señal a los guardianes acorazados, y estos volvieron a fundirse con las sombras—, pero con una condición.
—¿De qué se trata?
—Si en alguna ocasión solicitamos tu presencia en nuestra casa, tendrás que venir solo, y sin armas.
La sola idea de volver a adentrarse en aquel lugar en solitario, y conociendo ahora la naturaleza de sus habitantes, era más bien terrorífica. Pero no tenía más remedio; si se oponía y era verdad lo que decían los escritos, serían exterminados en segundos.
—Está bien… solo espero que no os excedáis con vuestra imposición.
Scarlet volvió a emitir una risita y lo miró fijamente a los ojos, ocultos tras el visor de su casco.
—No te preocupes, Lyor. No haya nada que temer.
—“Sí, ya me gustaría” —apretó los dientes.
El soldado que portaba el transmisor estableció contacto en ese momento.
—Señor, siento interrumpir, pero hemos establecido contacto con el grupo del crucero. Dicen estar a menos de un kilómetro de nuestra posición.
—Será mejor que salgáis a reuniros con los vuestros —dijo Scarlet—. Podéis asentaros frente a nuestro hogar, pero recuerda: solo tú puedes entrar, nadie más.
—Está bien… Sargento, diles que estamos yendo a su encuentro.
Se alejaron a paso ligero, movidos más por el deseo de salir cuanto antes de allí que por encontrarse con sus compañeros. Mientras Geris intentaba convencer a su comandante de que claramente era una trampa, las hermanas miraron en momentáneo silencio cómo se marchaban.
—Ese hombre, Lyor… —dijo de pronto María—. Siento algo… extraño en él.
Scarlet la miró con el ceño algo fruncido, intrigada.
—¿De qué se trata?
—No es que posea algún tipo de magia, pero da la sensación de que oculta algo… aunque puede que sea una mera suposición.
—Bueno… —clavó sus ojos escarlatas resplandecientes en la espalda del comandante y sonrió—, por algo hemos puesto nuestra condición.



Capítulo 2



Al día siguiente. Antigua mansión. Huso horario desconocido.

Durante la noche y la primera mitad del día siguiente, los phoenixcianos establecieron su campamento a las afueras de la mansión. Frecuentemente, Lyor miraba los ventanales de esta, tratando de encontrar a aquellas hermanas tan siniestras. A cada hora que pasaba, la idea de que no lo llamaran pesaba más sobre su conciencia. Pero tampoco se dejaba engañar; tarde o temprano, aprovecharían su imposición, por algo lo habrían hecho.
En el momento en que empezaba a atardecer, apareció de pronto uno de los guardianes en el campamento. Su aparición repentina suscitó el nerviosismo en todos.
—Nuestra señora solicita su presencia de inmediato, alienígena —dijo nada más apareció Lyor a tranquilizar a sus soldados.
Geris lo miró y le negó con la cabeza, pero este aceptó la “invitación”, aunque no de buena gana.

***

Siguió a aquel guardián hasta por los pasillos de la mansión sin intercambiar una sola palabra, aunque tampoco lograría nada haciéndolo, reflexionó el comandante. Llegaron hasta una puerta, donde se encontraba María esperándolos pacientemente.
—Buenas tardes, señor Lyor.
—Señorita María —hizo un ligero gesto de reverencia agachando la cabeza. Supuso que así eran las tradiciones arcaicas humanoides—, ¿Quería hablar conmigo?
—Es mi hermana la que está interesada. Te espera dentro.
—Bien —tragó ligeramente saliva y abrió con cuidado la puerta, sin dejar de mirar de reojo a la hermana pequeña, aunque ella hacía lo mismo con él.

En el interior de la sala, había un par de muebles, una antigua armadura protegida tras una vitrina y una mesita con una bandeja, dos copas y dos pequeñas jarras. Había dos sillas dispuestas una frente a otra, y Scarlet permanecía sentada en una de ellas.
—Buenas tardes, Lyor. Toma asiento, por favor —el phoenixciano obedeció con cautela.
—¿Y bien? Espero que esto no se alargue mucho; mis soldados estarán preocupados por mí.
—Oh, no se preocupe. No tengo pensado contenerlo mucho tiempo. Pero vayamos a lo que nos concierne… —volvió a mirarlo fijamente—. ¿Podrías quitarte el casco, y así poder vernos cara a cara?
No muy seguro de si sería una buena idea, desactivó los mecanismos que adherían el casco a la armadura y lo dejó sobre la mesa, dejando ver su rostro. Sus ojos grises se cruzaron directamente con los escarlatas de aquel ser, y se sintió aún más inseguro que antes, si cabe. Ella por su parte se mostró satisfecha.
—Vaya, como ya suponíamos, eres una especie de humano venido de otro mundo, a juzgar por la forma de tu cuerpo. Siempre había creído que éramos únicos en nuestra especie, bueno, más bien la especie humana que habita este mundo.
—¿No te consideras humana? —arqueó una ceja.
Ella volvió a pronunciar una pequeña risa.
—En absoluto. Cómo ya comprobaste en el pasillo de los cuadros, mi hermana y yo “morimos” el mismo día que nuestros padres… pero en realidad no fue así, claro.
—¿Qué quieres decir? ¿Sois una especie de… muertos vivientes?
—Se nos ha calificado de muchas cosas: muertos vivientes, criaturas de fantasía, monstruos… pero no, no somos no-muertos. Simplemente fue una transición a otra forma de ser. Aunque claro, no fue… agradable.
—¿Sería desconsiderado si te pidiera que me contases qué ocurrió? Es una pregunta que llevo dándole vueltas desde que vi aquellos cuadros.
Scarlet arqueó ligeramente las cejas, ciertamente sorprendida ante la curiosidad de aquel alienígena.
—No, no pasa nada, estaré encantada. Ponte cómodo —carraspeó antes de comenzar su narración—. Hace muchos años, las criaturas a las que los humanos denominan “vampiros” no eran más que bestias que no se regían por nada más que su propio instinto que suponían una grave amenaza para todos.
“En una ocasión, una de esas bestias decidió irrumpir en nuestra mansión. Acabó con la vida de nuestros padres, pero a mi hermana y a mí sólo nos drenó la sangre hasta que estuvimos a punto de morir, seguramente porque ya no tenía más apetito. La transformación fue rápida e indolora. Nuestra carne se tornó pálida como la de nuestros padres asesinados y nuestros ojos rojos como la sangre que impregnaba nuestros vestidos. Antes incluso de llorar a nuestros padres, le dimos una muerte horrible a aquella bestia gracias a nuestra nueva fuerza.
Sin embargo, ahora éramos como ellos, y para añadir más sal a la herida, los humanos tenían pensado organizarse para exterminar a todos los vampiros de la faz de este planeta. Teníamos que hacer algo. Y nuestra solución fue civilizar a las propias bestias, a nuestra “nueva raza” para sobrevivir, con la esperanza de que en el futuro podríamos convivir con los humanos pacíficamente. La tarea más ardua fue aplacar la sed de sangre, tan poderosa como cuando un humano necesita beber agua. Ya que aquellos que han sido convertidos en vampiros adquieren la capacidad innata de usar sus poderes psíquicos o “magia”, pudimos crear un inhibidor que disipara casi al completo esa necesidad. Además, el hecho de que nunca envejecemos fue clave para situarnos desde el principio en el poder y mantenernos en él a lo largo de los años.
Pasaron los años, y mi hermana y yo pudimos crear una raza inteligente gracias a nuestros esfuerzos que podía medirse con los humanos, por lo que tratamos de realizar un pacto con el rey del país contiguo a nuestro Estado. Fue un fracaso. Y lo que es peor, los humanos, arrogantes como tanto les caracteriza, decidieron que era la hora de borrarnos del mapa para siempre. La guerra que siguió fue cruenta: esa armadura que hay detrás de mí la utilicé durante el conflicto. Incluso en las situaciones más desesperadas dábamos rienda suelta a nuestra maldición, aniquilando a todos aquellos que querían exterminarnos… hasta que por fin los humanos vieron que no podían ganar la guerra, y comprendieron que desde que, mientras nosotras ostentáramos el poder sobre los demás vampiros, podrían dormir algo más tranquilos conviviendo con nosotros. Y así ha sido durante cientos de años.”

Lyor se quedó pasmado por la historia. Aquella mujer y su hermana habían erigido de la nada una raza inteligente por su cuenta, y habían sobrevivido a una guerra contra todo un mundo. Una situación muy similar a la de su especie…
—Esa es mi historia… —Scarlet denotó que aquel hombre aparentaba estar muy tranquilo—. Me sorprende que no me temas, sabiendo de mis capacidades.
—¿Por qué lo dices?
—Bueno… si quisiera, podría convertirte en uno de los míos… —desapareció de pronto de su sitio y reapareció justo detrás de él, posando sus manos extremadamente frías en sus mejillas. Lyor tensó todo su cuerpo ante el repentino acercamiento de aquella mujer, pero procuró no ponerse a la defensiva. Al cabo de un par de segundos, Scarlet terminó la travesura y volvió a su lugar de la misma forma que había desaparecido—. Y, sin embargo, no has tratado de defenderte. Parece como si estuvieras muy seguro de ti mismo.
Lyor se relajó y carraspeó antes de continuar.
—Eso es porque soy un soldado. Si tienes dudas en una guerra, estás muerto. No es algo particular.
—Concuerdo con eso, pero intuyo que hay algo más.
—¿Qué insinúas?
—Creo que hay algo que no quieres decir, algo que ocultas al mundo… Me gustaría que lo compartieses conmigo. Es cierto que siento curiosidad por vosotros, los phoenixcianos, pero sobre todo por ti en concreto. Algo que das por sentado que nadie sabrá, y por eso precisas de esa autoconfianza.
Lyor cogió una jarra y llenó su copa de agua con el ceño algo fruncido. Creyó que habría vino o, mejor dicho, sangre, el líquido carmesí favorito de aquellos seres.
—No se muy bien de qué estás hablando, no tengo nada que ocultar. Sólo soy un comandante phoenixciano que proviene de otro planeta, y que estamos huyendo de nuestros enemigos… —fue a coger su copa, pero Scarlet se la arrebató con un movimiento grácil.
—Eso es algo que ya sabemos; sin embargo… —se acercó la copa a los labios, pero cuando parecía que iba a tomar un sorbo, se mordió el dedo índice de su mano libre, y ante la estupefacción de su invitado, dejó que fluyera una gota de sangre hasta que cayó dentro de la copa; al entrar en contacto con el agua, esta se tiñó de rojo por completo, transformándose así en vino. Luego, la pequeña herida sanó a una velocidad de vértigo. Todo gracias a su magia. Si era otra de sus demostraciones para impresionarlo, le había bastado con su primer movimiento—. Mi hermana cree firmemente lo contrario.
Scarlet sorbió un poco de aquel supuesto vino. Lyor por su parte reflexionó que tal vez había hecho todo eso para intimidarlo, para mandarle un mensaje de que, si ella quería algo, lo obtendría. Y buscaba su pasado, como Geris hace un año...
—Mira, Scarlet, yo… —de pronto, el transmisor de muñequera empezó a emitir un ligero pitido. Geris intentaba comunicarse con él—. Perdona un segundo. Al habla Lyor. ¿Qué ocurre, Geris?
—¡Malas noticias, señor! ¡Los delvanianos están aquí! ¡Están entrando en la atmósfera!
Scarlet observó cómo reaccionaba el comandante al saber que sus perseguidores los habían encontrado, bastante desinteresada en los motivos de su huida. Pero en ese momento su manera de ver aquella situación cambió drásticamente. El rostro de Lyor se había tornado sumamente sombrío, y además, por alguna razón que ni siquiera ella misma podía explicar, percibía una especie de aura que embargaba al alienígena. Una sensación oscura que había comenzado a hacerse latente al escuchar la palabra “delvanianos”. Aquello ya lo había percibido antes tanto en los humanos como en los suyos propios, pero era algo más que odio lo que percibía de Lyor.
—Prepara a todos. Me reuniré con vosotros de inmediato —cortó la comunicación y miró a Scarlet. Le pareció que sus ojos grises se habían oscurecido notoriamente—. Lo siento, debo marcharme.
Al principio no dijo nada, y el phoenixciano se dispuso a salir a paso ligero.
—Aun no me has contado nada sobre ti —trató de detenerlo con palabras, aunque sabía perfectamente que no lo lograría. Lyor se detuvo frente a la puerta un momento.
—Hay cosas que es mejor que se mantengan en lo desconocido, Scarlet. Créeme —después de pronunciar tan tajantes palabras, abandonó la estancia.

María vio salir al alienígena apresuradamente, e iba a tratar de detenerlo cuando su hermana también salió también.
—¿Qué ha ocurrido?
—Sus perseguidores los han encontrado.
—Y… ¿qué vamos a hacer al respecto?
Scarlet se giro hacia su hermana con mirada seria.
—Observaremos cómo suceden los hechos... de momento.


Capítulo 3



Afueras de la mansión. Huso horario desconocido.

Lyor llegó al campamento, situado a quinientos metros de la mansión, justo cuando ya empezaban a vislumbrarse las cápsulas de descenso enemigas. Geris lo esperaba impacientemente.
—Ponme en situación —dijo en cuanto llegó a su altura.
—Al parecer ellos han tenido el mismo problema que nosotros: su nave está ahora mismo a la deriva, pero nos localizaron y ahora descienden sobre nosotros. A juzgar por la cantidad de cápsulas, nos superan de forma abrumadora…
—Maldición… —miró por encima de su hombro, en dirección a la mansión. Pensó en las palabras de Scarlet. Ella y su hermana habían puesto su cuerpo y alma en crear un mundo mejor. Y ahora ellos habían traído la guerra hasta él. Como ya habían hecho con docenas de otros mundos. Como hicieron con su mundo natal…
Apretó los puños. Estaba decidido. No permitiría que otro planeta fuera reducido por las llamas de su guerra. No si él podía evitarlo. Quizás así podía enmendar, aunque fuera un ápice, los errores pasados que él había cometido.
—Vamos a contenerlos aquí. No quiero que esa mansión reciba ningún daño colateral, ¿me entiendes? Que no llegue ni un disparo láser a su fachada.
—Sí, señor.

Las cápsulas no tardaron en estar a menos de cien metros de altitud, y los phoenixcianos los esperaban en la superficie. Cuando sólo había setenta y cinco metros entre ellos y el suelo, algunas de ellas eclosionaron en el aire, dejando ver a sus pasajeros mortales: unos andadores acorazados bípedos de siete metros de altura.
—Mierda… ¡Son Honos! ¡Todos a cubierto! —bramó Lyor por el canal de comunicación general.
Las máquinas tripuladas cayeron estrepitosa a la superficie, agrietando el suelo en su aterrizaje. Los phoenixcianos les dispararon con todas sus armas, sin mucha eficacia.
—¡Derribadlos con lanzamisiles!
Tres ojivas silbaron hasta uno de ellos, despedazando su blindaje y haciendo que diera un traspiés y cayendo cubierto de llamas sobre unas barricadas improvisadas. Sin embargo, el que estaba al lado suyo cargó su cañón de plasma y giró su cuerpo hacia los defensores. Descargó el infierno sobre ellos en forma de proyectiles verdosos sobre sus posiciones, desintegrando a todo ser vivo que se encontraba a su paso.
Lyor se tiró al suelo, esquivando por poco una de las balas. Giró sobre sí mismo, cubierto de polvo.
—“Maldición, hay que acabar con él como sea”.
Como si hubiese escuchado sus palabras, Geris salió de su escondite y realizó una carrera esquivando los escombros y cuerpos con gran agilidad, yendo directo al lanzamisiles que había sobrevivido a la lluvia mortífera. Se apoderó de él y dio media vuelta hacia su comandante.
—¡Señor, tenga! —Lyor cogió el arma en el aire.
—¿¡Qué demonios crees que estás haciendo!? ¡Sal de ahí de…! —una explosión lo lanzó al suelo y de cara al suelo.

Tosió un par de veces y se levantó con ambas manos. En ese momento, el casco humeante y destrozado de Geris rebotó delante de él un par de veces antes de quedarse inerte en el suelo.
—“No… otra vez…” —miró por encima de su hombro al andador, que lo buscaba entre las columnas de humo. Otra vez se lo habían arrebatado todo. Su único amigo había desaparecido para siempre. Como todos los demás en su planeta natal.
Se levantó movido por un sentimiento que no había sentido en mucho tiempo, que había logrado ocultar hace más de un año. Sintió que una fuerza invisible dominaba su cuerpo progresivamente, un instinto asesino desmesurado dirigido hacia los delvanianos.
—Vosotros… nunca tendréis suficiente, ¿verdad? —corrió hasta el andador y disparó los proyectiles cuando estuvo a unos pocos metros. Cuando este cayó al suelo, arrancó la carlinga de cuajo y lanzó al piloto fuera de la máquina. Luego bajó donde estaba él y le propinó un puñetazo tras otro, cada vez con más furia, hasta que salpicó de sangre sus puños.
Con el odio ahogándolo por dentro, se levantó mientras activaba su espada de energía. Miró a su alrededor: los soldados delvanianos ya habían llegado a la superficie y se enfrentaban a los escasos soldados phoenixcianos que habían sobrevivido al primer asalto.
—Malditos seas… todo es vuestra culpa… os mataré… os mataré a todos… ¿¡ME OIS!? ¡OS MATAREMOS A TODOS! ¡NO SALDRÉIS VIVOS DE AQUÍ!

***

Scarlet y María observaban el curso de la batalla desde el ventanal de la misma sala donde hacía unos minutos habían estado hablando con Lyor.
—¿Qué… qué es esta sensación? —rompió la hermana pequeña el silencio—. ¿Qué clase de fuerza… mueve a esos alienígenas para odiarse tanto?
—No lo sé, hermana. Ni siquiera en la guerra contra los humanos había percibido un sentimiento tan… perturbador —después de meditarlo unos segundos, se retiró del ventanal.
—¿Adónde vas, hermana?
—Voy a ayudarlos —abrió la vitrina y sacó su antigua armadura—. Están impidiendo que lleguen hasta aquí por algún motivo, y creo que Lyor tiene algo que ver. No puedo ver cómo mueren defender algo que ni siquiera les pertenece, aunque sea… ilógico. ¿Me ayudas? Hace tiempo que no llevo esto.
Su hermana la ayudó a colocar la antigua coraza.
—¿Llamo a nuestros guardias? —le preguntó mientras cerraba las últimas hebillas.
—No, iré sola.
—¿Y qué hay de mí? Quiero acompañarte.
—María, escúchame —posó una mano acorazada sobre el hombro de su hermana—. Necesito que te quedes aquí. No creo que me pase nada, pero en el caso contrario… me gustaría que quedase alguien de nuestro linaje para guiar a nuestro pueblo. Sólo te pido que esperes hasta que termine todo.
María frunció el ceño, claramente en desacuerdo con su hermana. Luego suspiró ligeramente con resignación.
—De acuerdo. Ten cuidado.
Scarlet dibujó su típica sonrisa maliciosa.
—Deberían tenerlo ellos.

***

Un piloto delvaniano que controlaba su andador por los restos del campamento vislumbró una figura emerger volando del edificio situado a varios cientos de metros del campo de batalla. Giró la unidad mecanizada para tener una mejor visual de aquella silueta desconocida.
—¿Qué dem…? ¡Tengo contacto con una figura no identificada! ¡Se acerca a gran velocidad hacia…!
La sombra aterrizó sobre el Honos y lo partió en dos con un estruendo. Los delvanianos que estaban cerca de él dieron media vuelta, atónitos por lo que acababa de ocurrir. Con una rodilla hincada en el suelo y mientras caían los restos del andador a sus lados, unos ojos escarlatas elevaron la mirada del suelo.
—Desapareced.
Después de pronunciar estas palabras, creó una onda de choque que hizo desaparecer a todos los delvanianos en cien metros a la redonda. Luego desenfundó una vara, activó con un mecanismo oculto su arma, un aro de metal pálido de doble filo, y buscó a sus siguientes víctimas. No le llevaría mucho tiempo.

***

Abatió con un corte limpio al último guerrero de armadura blanca y, al ver que no quedaba nadie más en pie, desactivó su arma y volvió a colgarla del cinto de su espalda.
Echó un vistazo a su alrededor: el campo estaba lleno de cadáveres, y no atisbaba ni siquiera un moribundo. ¿Tan brutal había sido el enfrentamiento? Pero para ella, que había vivido durante cientos años, no era una imagen novedosa, y menos cuando había vivido de primera mano una guerra por la supervivencia. Y, aún con todo, no comprendía esa fuerza exterminadora tan viva que permanecía arraigada en los corazones de los hombres y mujeres que yacían a sus pies.
Escuchó un ligero sonido, parecido a un gruñido. ¿Alguien había sobrevivido? Dio media vuelta y siguió la dirección de la que provenía. No pudo evitar sorprenderse al encontrar a Lyor apoyado en la carcasa de una cápsula de descenso. Se aproximó a él a paso ligero.
—Lyor —pronunció su nombre al llegar a su altura—. Veo que has sobrevivido.
—Qué va… estoy hecho una mierda —dijo entre quejidos, mostrando las heridas de láseres de su tronco—. No me queda mucho tiempo… ¿Ha quedado alguien con vida?
—No, pero tampoco de tus guerreros…
—Mejor que sea así —cortó tajante mientras se quitaba el casco, pues le suponía una molestia es su situación. Scarlet no comprendió aquellas palabras del todo.
—¿Qué insinúas?
—Quiero decir que hemos evitado no sólo que dañen vuestro hogar, sino traer la guerra a vuestro mundo… ¡Joder!
La mujer se acercó a él a examinar las heridas. Eran bastante feas, pero aún había remedio.
—¿Traer la guerra a nuestro mundo?
—No es culpa tuya que no entiendas del todo lo que ha ocurrido aquí, pero he de decirte que… —tosió gravemente—. Todo aquel mundo al que acudimos, ya seamos nosotros o los delvanianos, acaba siendo consumido por nuestra guerra. Yo lo he visto con mis propios ojos… y no podía permitir que se repitiese aquí, no después de vuestra hospitalidad. Ya sabes, por cortesía —pronunció una pequeña risa que fue interrumpida por más toses; un ligero hilo de sangre comenzó a recorrer su mejilla.
—No te preocupes. Puedo sanar tus heridas, sólo tengo que… —de pronto Lyor la sujetó de su antebrazo izquierdo.
—No… no quiero que me sanes… déjame morir aquí.
Scarlet se quedó mirando cómo la sujetaba con fuerza, reafirmando así su deseo, pero seguía sin comprender. Que un hombre deseara tanto su muerte era algo irracional para ella.
—También puedo convertirte, si es lo que deseas.
—¡No! ¡No quiero nada! ¡Ni curarme, ni transformarme en otro ser! ¡Quiero permanecer aquí hasta mi último aliento!
La asía con más fuerza aún, sintiendo la presión de su mano sobre la armadura que la protegía.
—¿Es por algo de tu pasado por lo que deseas poner término a tu vida? ¿Es por lo que ocultas a todos?
—Sí, Scarlet… no tienes ni idea… de lo que está pasando ahí arriba, por encima de los cielos de tu mundo. Hablo de una guerra entre las estrellas de las galaxias… docenas de planetas como el tuyo… arrasados por la maquinaria de guerra de ambos bandos… y millones de vida desperdiciadas… la guerra me convirtió en el monstruo que fui y soy ahora… y nos ha cambiado a todos… he hecho cosas que no quiero siquiera pensarlas… a causa de ese maldito conflicto… pero aquí tengo una oportunidad… para librarme de él de una vez por todas… antes de que vengan los nuestros a buscarnos… aquí podré morir sabiendo que, por lo menos, hice algo correcto… al evitar que tu mundo caiga bajo el fuego cruzado… y así podré limpiar… mi alma.
Scarlet guardó silencio unos segundos. Era demasiada información que asimilar en una situación tan dramática, y que además no comprendía. Tomó aire lentamente.
—En ese caso… ¿Quieres que termine con tu sufrimiento y con tus tormentos?
—Sí… como mi última voluntad… cuando vengan nuestras naves y vean que no hay nadie a quien rescatar, recogerán nuestros cuerpos y se marcharán… y os dejarán en paz —se arrimó todo lo que pudo a Scarlet—. Asegúrate de terminar tu trabajo… no quiero volver ahí arriba… vivo.

La vampira asintió con la cabeza. Lentamente, cogió con su mano derecha por la nuca a Lyor y levantó su cuerpo con cuidado. Luego, se aproximó a su cuello. Se tomó unos segundos para mentalizarse, pues hacía tiempo que no hacía algo así, y el hecho de que la víctima fuera un ser venido de otro planeta dificultaba mucho el proceso. Después, abrió su boca, mostrando sus característicos colmillos afilados, y los ensartó en el cuello del comandante. Al recibir el golpe mortal, Lyor se aferró instintivamente a ella, pero no realizó ningún movimiento defensivo. Pudo sentir cómo lo que quedaba de la vida de aquel hombre era absorbida por ella. Finalmente, sus manos dejaron de aferrarse a ella, y descendieron inertes.

Scarlet volvió a alejarse de él con un fino hilo de sangre recorriendo su mejilla derecha. Siguiendo las antiguas tradiciones humanas de su mundo, cerró los ojos del comandante con precaución y se levantó. Se secó la sangre con el dorso de su mano acorazada y la observó detenidamente: era tan roja como la suya. No pudo evitar sentir lástima por aquel hombre. Pero esa lástima que pesaba en su cabeza fría pronto fue sustituida por una gran intriga acerca de lo que le había contado. Sentía una necesidad irrefrenable de saber qué estaba ocurriendo más allá de los límites de su mundo, a pesar de las palabras sombrías del hombre. Estaba determinada a dar ese paso, a pesar de ser precipitado.
—¿Hermana? —era María, que acababa de llegar al lugar escoltada por dos guardianes—. ¿Qué has…?
—Fue su última voluntad. Rechazó cualquier medio para salvarse…
María la miró confusa.
—¿Qué sentido tiene el no querer vivir?
Scarlet levantó la mirada al cielo. “La guerra en las estrellas”, pensó ensimismada.
—No lo sé, María. Pero voy a averiguarlo. Necesito saber qué secretos esconden las estrellas más allá de nuestro mundo.
—¿Todo por las palabras de un ser de otro mundo? —María la cogió de la mano—. Sabes que te quiero más que nada en el mundo, y no soportaría verte marchar, y menos por una aventura tuya. Es una decisión muy precipitada.
—Lo sé, María… pero tengo que hacerlo. No es sólo por capricho mío. He de conocer el porqué de ese odio tan destructivo que los mueve. Si logro descubrir la naturaleza de este, quizás pueda evitar que nuestro mundo sea invadido por ellos, o incluso hallar la clave para detener esa supuesta guerra de la que tanto me ha hablado y tanto daño a causado —se volvió hacia el cuerpo Lyor—. Quizás así descubra qué fue lo que consumía a aquel hombre y a todos los seres que yacen aquí. Si lo piensas, lo hago por un bien mayor.
—¿Y cómo sabes si deberíamos entrometernos en sus asuntos?
—No lo sé todo, hermana, pero ya lo he hecho una vez habiendo ellos irrumpido en nuestro hogar. Ahora me tocaría ir a mí a sus mundos.
—Y supongo que tendrás pensado cuándo marcharte…
—Sí, hermana. Todo lo que hay que hacer es esperar.
Scarlet volvió a mirar al cielo. Tarde o temprano, alguna nave phoenixciana acudiría a su planeta. En ese momento tendría la oportunidad. Se imaginó en la infinidad de planetas diferentes que habrían más allá, pero una guerra que englobara tantos como decía Lyor… la mera idea de algo así era terrible, aunque para ella era una concepción absurda, imposible, y no creía que fuera a ver nada que no hubiese visto en sus cientos de años de vida. Pero tampoco podía descartar la posibilidad tan a la ligera. Si era cierto que existía un conflicto de tal magnitud, las víctimas deberían ser incontables… ¿Cómo era posible que algo tan atroz pudieran llevarlo a cabo unas razas claramente superiores? No le encontraba sentido, pero para responder a dichas preguntas tendría que ver todo aquello con sus propios ojos… y encontrar su remedio, si acaso existía. Sonrió levemente al pensarlo. . Un nuevo horizonte se mostraba ante ella, y sin duda sabría cómo desenvolverse en todo aquello.

—“Al fin y al cabo, si quiero tener algo, lo obtendré”.