martes, 12 de diciembre de 2017

PÁJAROS

La italiana y su hijo, el profesor de física de mi hermano, aquel chico con nombre hebreo, la que conoció a Cassandra Clare, e incluso un personaje fugado del libro de la propia escritora. Todos revolotean en mi cabeza como pájaros desorbitados, fundiendo sus cánticos en una brutal tormenta sin dejarme distinguir nada.
Y, con todo, tengo la mente en blanco.
Llevo algo más de media hora mirando la página vacía de Word que inútilmente he abierto. He examinado cada píxel de pantalla, cada mota de polvo, cada mancha imperceptible, pero nada. Tras mil historias desechadas, las palabras se niegan a acudir a mi mente. Ni siquiera llegan viscosas y estériles como antes; ahora simplemente no llegan.
¿Por qué las mejores ideas siempre se presentan en los momentos menos indicados? En clase, en medio de una conversación, a mitad de una conferencia… Pero nunca cuando se las necesita.
Cegada por la frustración, cierro el ordenador bruscamente y me levanto de la silla. Mañana tengo examen de laboratorio de Química y no puedo permitirme perder un segundo más en busca de algo que no quiere aparecer, porque si saco menos de un cuatro y medio en el examen, nos vemos en junio. Y no, de eso ni hablar. Puede que sea despistada, desastrosa y olvidadiza, pero no pienso ir a junio por un examen de pacotilla, y menos de Química.
Saco los apuntes y me pongo a hacer ejercicios para practicar.
Dos horas más tarde, cuando ya no distingo los hidrógenos de los carbonos, decido que es momento de dejarlo. En parte me siento mal porque sé que mañana me voy a arrepentir de no haber estudiado más, pero en mi fuero interno sé de sobra que por mucho que lo intente, ya no hay nada que hacer. La suerte está echada.
Además, a mi mente han regresado los pájaros enloquecidos que me gritan historias a borbotones sin dejarme escuchar. Y no puedo ignorarlos.
Me tiro en la cama deshecha y me dispongo a examinar por enésima vez la premisa del blog con la esperanza de que se me venga alguna idea a la cabeza.
Un relato libre o uno con estructura in extrema res y que incluya la frase “no hay mayor quietud que la del ojo del huracán”. Y yo que me quejaba del sacaleches… ¡De buen grado lo acogía yo ahora!
–Paula.
Una voz me sobresalta y no puedo evitar que un pequeño chillido se me escape de la garganta.
–¡Marcos! Como vuelvas a hacer eso te mato.
–¡Si es que te asustas con nada!
–No he oído la puerta, tú podías avisar.
Por su expresión me da a entender que le da igual.
–¿Ya has acabado de estudiar? –sonríe– O quizá debería preguntar, ¿has empezado?
–Claro que he empezado, idiota, pero ya no podía más. Estoy a ver si se me ocurre algo para escritura creativa.
–¿Qué tienes que hacer?
–O algo libre o in extrema res con la frase “no hay mayor quietud que la del ojo del huracán”.
–¿In extrema qué?
–Que empiece por el final, vamos.
–¿Y qué vas a hacer?
–Si lo supiera no estaría aquí tumbada, ¿no crees? –me incorporo y tiro el móvil a la cama.– Me da rabia porque quiero escribir algo guay, pero todo lo que se me ocurre o es demasiado largo para un relato, o creo que no merece la pena. Y sabiendo que lo va a leer gente es distinto que si sólo lo escribiese para mí.
–Pues yo qué sé… escribe algo de una tormenta en el mar.
–¿Qué?
–¿No tenías que meter algo de tormenta?
–Huracán. Pero es demasiado obvio. La gracia estaría en pensar algo con esa frase pero que no tenga ninguna relación, y que en el último párrafo… ¡Bam! Cobre sentido.
Mi hermano guarda silencio por un momento.
–Creo que te complicas demasiado. Bueno, me voy a cambiar y en media hora hacemos la cena, ¿va?
–Vale– arrastro la palabra y me vuelvo a tumbar en la cama.
Quietud. Ojo. Huracán. Quietud. Ojo. Huracán.
¿Y si escribo algo de fantasía? ¿Romance? ¿Una guerra? ¿Magia? No, no quiero usar la magia como un comodín porque no se me ocurre algo mejor. Sería profanarla.
Venga, Paula. Piensa. Se pueden escribir grandes historias sin necesidad de que se acabe el mundo. Tú sabes que se puede.


–Ya te he dicho que eso no se puede– me repite mi compañero de laboratorio.
–¿Y por qué no? Le pones aquí dos electrones, ajustas los oxígenos aquí y lo multiplicas por dos.
–Ya, y este hache dos o qué, ¿eh?
Miro la ecuación de nuevo, sin entender.
­–Pues ese hache dos o… lo voy a mandar a tomar por saco porque no me cuadra.
–Porque se hace como yo te he dicho, hazme caso.
–Pues nada, un punto menos en el examen que tengo. –dejo el lápiz sobre la mesa, harta– Así, de gratis.
Pensaba que el examen de Química se me había dado bien hasta que me he puesto a comparar resultados con mis compañeros. Ayer debería haber estudiado más, mira que lo pensé.
Y lo peor es que sigue sin ocurrírseme nada bueno. No, en realidad lo peor es que siempre se me ocurren mil historias con cualquier estupidez y ahora que quiero escribir algo de verdad no viene nada decente. Me voy a retirar de escritora y de Bióloga ya que estamos.

–¿Ya estamos todos?– oigo que dice Bárbara justo antes de cerrar la puerta ante mis narices.
Con mucho cuidado la abro y asomo la cabeza, resollando como si acabase de correr una maratón.
–Ay perdona, no te había visto.
–No pasa nada.
Entro tratando de hacer el menor ruido posible al tiempo que localizo un sitio libre.
Justo antes de sentarme, miro a mi alrededor casi sin ser consciente de lo que estoy presenciando, y entonces, así de repente, lo veo. No ante mis ojos, sino en mis pensamientos. Los pájaros estridentes, enloquecidos, cantando canciones dispares. La italiana y su hijo, el profesor de física de mi hermano, aquel chico con nombre hebreo, la que conoció a Cassandra Clare, e incluso un personaje fugado del libro de la propia escritora.
Y sólo entonces me doy cuenta de que no van descoordinados, sino que cantan todos al compás, todos una misma canción, solo que no logro distinguirla. Porque todos nosotros conocemos esos pájaros dementes, todos nosotros los llevamos dentro.

Y es en este preciso instante, cuando los pensamientos se derraman entre mis dedos hasta el teclado y contemplo ante mí las palabras vivas de una idea vibrante y llena de luz, es en este instante cuando los pájaros cesan sus desorbitados chillidos para cantar al unísono una misma canción, esta vez sí, todos a una.
Gracias a mis pájaros he aprendido que la vida no va de grandes historias, sino de nuestras historias. Y quizás, y sólo quizás, estas cobren valor sólo por ser nuestras.

Nuestras y de nadie más.

Paula Serrano

No hay comentarios:

Publicar un comentario