martes, 12 de diciembre de 2017

LO PEOR ES EL DESPUÉS

LO PEOR ES EL DESPUÉS

El Congreso

La última vez que Eusebio vio a Roberto supo que no habría ninguna más. Quizá fuera la forma de despedirse o la mirada atrás que ambos echaron antes de partir, uno a Berlín y el otro a Praga, o la conversación, lúgubre, tiznada de reproches y medias verdades.

Todo comenzó con una invitación. En el año 2010 se celebró un Congreso de Jóvenes Músicos en Madrid, organizado por el Ministerio de Cultura, donde se invitó a los jóvenes más prometedores del panorama nacional, quienes, en algunos casos, ya coleccionaban premios individuales o colectivos, pero que no habían podido conocerse más allá de un seguimiento esporádico por redes sociales o coincidencias puntuales en festivales.

Eusebio y Roberto, o Roberto y Eusebio congeniaron de modo inverosímil, punteándose la conversación y arrebatándose la iniciativa, como quien quiere agradar demasiado. Hablaron de novias (futuras) y exnovias (pasadas), de la imposibilidad de tener una relación con algo que no sea su instrumento, de las diferencias entre violín y viola, y de cómo una mujer es más viola que violín o, en todo caso, cómo una mujer puede ser violín o viola pero siempre destacará más su parte viola.

En esos tres días decidieron que estudiarían en Viena y vivirían en Madrid, que el nombre de sus instrumentos siempre empezaría por S. y que en los días festivos se levantarían muy temprano.

Las mañanas las dedicaron a estudiar y las tardes a dar recitales, dos días con la banda municipal y un día como solistas, y las noches, junto con todos los compañeros, a salir por la ciudad, huyendo del Auditorio y entregándose a las calles madrileñas. Se formaron grupos por edades, por intereses, por sexo, por casualidad, y en todos convergían.

Roberto era alto y huesudo, destacaba por sus ojos negros y hundidos como si acabara de levantarse de una larga siesta o no hubiera dormido desde hace una semana, tenía el pelo muy fino y largo, llegándole casi hasta los hombros y solía andar a zancadas, siempre adelantado al grupo.

Eusebio tenía la cara ovalada, la boca pequeña y los dedos sarmentosos, como si se quisieran escapar de su mano de tanto crecer. Solía vestir ropas dos tallas más grandes y cuando no estaba estudiando o en clase se ponía gafas gigantescas sin cristales, en un gesto de ocultación y afectación a partes iguales.

Sus compañeros recordarían los días de ensayos y los exámenes frente a músicos profesionales, las discotecas y las luces de la ciudad disueltas por el alcohol barato y la velocidad de los taxis, los roces y los adioses prematuros; ellos lo recordarían todo con la lucidez de quien colecciona recuerdos para enseñarlos como un trofeo, presumiendo de ellos.

Al año siguiente cumplieron su promesa y alquilaron un piso en Madrid.


Los días se sucedían entre ensayos y audiciones, jornadas larguísimas de trabajo acompañadas de clases particulares que les dejaban agotados y deseando que llegara el sábado para exprimir las horas. 

Cada semana, su casa se convertía en el último reducto de cierta bohemia literaria y musical, allí acababan los restos de la noche y se componían como podían a sí mismos, recuperando sus piezas y volviéndose a montar mientras alternaban música clásica con urbana, poesía en voz alta con chistes.

Eusebio y Roberto vivían con las estrecheces propias de quien sabe que su vocación es férrea pero mal remunerada, esperando el porvenir sin saber cómo afrontarlo. Eran, a su modo, felices.



La Fiesta

Había fantasmas, esqueletos con todos sus huesos, payasos, brujas y brujos, Jesucristo y la Virgen María. Quien hubiera entrado en aquel momento sin haber sido invitado, hubiera pensado que era una réplica del infierno diseñada por un imaginativo, pero más bien pobre diablo. Se pinchó música para la ocasión: Thriller, Marilyn Manson, la banda sonora de Psicosis, o los Cazafantasmas se combinaban con efectos de sonido tétricos. La luz iba y venía. Los goznes de las puertas chirriaban y sólo se bebía vino tinto.

Se habían propuesto dar una fiesta diferente y lo estaban consiguiendo. Alrededor de las tres de la mañana la confusión se había adueñado de la casa, la Virgen María volvía sin su niño del cuarto de invitados, los payasos ya no daban tanto miedo y los brujos continuaban su movimiento pendular, removiendo sus polvos mágicos y repartiéndolos entre quienes querían revivir, del baño al salón, y del salón al baño.

Se escuchó un grito ahogado y se desataron las risas, ya había ocurrido que alguien elevaba la voz para asustar o hacía muecas exageradas, y cuanto más real parecía, más disfrutaban. Continuaba la música y el vino desbordaba las copas, las luces relampagueaban como si hubiera una tormenta interna a punto de desatarse en la habitación.

De la pared colgaba una sábana blanca donde se proyectaban cortos de terror. Ejecuciones sumarísimas, secuestros y cuerpos descuartizados se iban sucediendo sólo apoyados por los subtítulos, no hay mayor quietud que la del ojo del huracán, dijo un personaje tras haber disparado en la cabeza de un anciano. Qué paz, ya sólo escucho mi cabeza, concluyó.

Al filo de las seis de la mañana, cuando ya se habían marchado todos, Eusebio y Roberto se felicitaron y se tomaron la última copa, dejando para el día siguiente la limpieza y limitándose a apagar el proyector y el ordenador.

Cuando iban por el pasillo del piso hacia sus habitaciones, la de Eusebio a la izquierda y la de Roberto a la derecha, advirtió Eusebio un hilillo rojo que primero identificó como vino y después imaginó como sangre. A la segunda, acertó.


La Investigación

Los policías se agolpaban en el piso ahora sí iluminado. Eran las siete de la mañana y había amanecido súbito, como si la luz tuviera prisa. Los intentos de reanimación surtieron efecto y, tras el susto inicial, Luisa volvió en sí. De su brazo derecho colgaba una vía de suero conectándola a la realidad. No recordaba nada, dijo. Se había roto la nariz al caer.

Eusebio y Roberto balbuceaban explicaciones torpes, inútiles ya. No sabían qué había podido pasar, había mucha gente y la mayoría estaba disfrazada, no pudieron identificar a todos los que habían estado en la fiesta y, para colmo, muchos no se habían descubierto el rostro velado por las máscaras.

Una violación es una cosa seria, intenten acordarse, por favor, señaló el inspector de policía en un tono aparentemente paternal. Las bragas, desgarradas, aún colgaban del tirador de la puerta.

La palabra violación retumbó como un gong en los oídos de Eusebio, quien recordó que a lo largo de la noche había oído un grito o chillido apagándose, como si alguien lo quisiera esconder. Las risas se imponían ahora en su cerebro y se odió por no haber identificado eso. Fue una señal de socorro. Habló con Roberto y le preguntó si había oído algo.

Nada. Gritos, chillidos, risas y ninguno destacó, todos me parecieron de broma, dijo Roberto.

Tras el suceso, la relación entre ambos cambió. Roberto comenzó a evitar a Eusebio, y no ocultaba que preferiría vivir en otro lugar. Eusebio se sentía culpable por lo ocurrido y responsable por no haberlo evitado, no paraba de oír el grito y de elucubrar quién podía haber hecho una cosa así. Roberto no quería hablar del tema y siempre mudaba la conversación con frases hechas o lugares comunes.

Tras unas semanas, la policía se presentó de nuevo. Habían encontrado algo muy importante pero antes querían hacerles unas preguntas. Comenzaron con Eusebio. Tras la fijación de hechos relativos a quién, cómo y porqué se organizó la fiesta, dispararon. ¿Sabías si Roberto y Luisa tenían una relación o habían podido tenerla?

-Sí, era posible. Pero no lo sabía con seguridad.

Roberto se enfrentó a las preguntas de los policías sabiendo lo que ocurriría. Sus peores presagios no se confirmaron. Como vinieron, se fueron.


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Pasaron los meses y no se volvió a hablar más de la fiesta. Ya no vivían juntos ni se veían, sólo sabían el uno del otro por amigos comunes. La fiesta de disfraces se difuminó hasta hacerse polvo, desgranándose en múltiples motitas que arañaban pero no herían. Pareció mentira.


Volvieron a verse en el aeropuerto. Habían conseguido una beca para seguir estudiando en Europa y se quisieron felicitar. Recordaron las mañanas cuando se levantaban temprano para ensayar y se preguntaron por sus familias. No se dijeron nada más.

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