LO PEOR ES EL DESPUÉS
El Congreso
La última vez que Eusebio vio a Roberto supo
que no habría ninguna más. Quizá fuera la forma de despedirse o la mirada atrás
que ambos echaron antes de partir, uno a Berlín y el otro a Praga, o la
conversación, lúgubre, tiznada de reproches y medias verdades.
Todo comenzó con una invitación. En el año
2010 se celebró un Congreso de Jóvenes Músicos en Madrid, organizado por el
Ministerio de Cultura, donde se invitó a los jóvenes más prometedores del
panorama nacional, quienes, en algunos casos, ya coleccionaban premios
individuales o colectivos, pero que no habían podido conocerse más allá de un seguimiento
esporádico por redes sociales o coincidencias puntuales en festivales.
Eusebio y Roberto, o Roberto y Eusebio
congeniaron de modo inverosímil, punteándose la conversación y arrebatándose la
iniciativa, como quien quiere agradar demasiado. Hablaron de novias (futuras) y
exnovias (pasadas), de la imposibilidad de tener una relación con algo que no
sea su instrumento, de las diferencias entre violín y viola, y de cómo una
mujer es más viola que violín o, en todo caso, cómo una mujer puede ser violín
o viola pero siempre destacará más su parte viola.
En esos tres días decidieron que estudiarían
en Viena y vivirían en Madrid, que el nombre de sus instrumentos siempre
empezaría por S. y que en los días festivos se levantarían muy temprano.
Las mañanas las dedicaron a estudiar y las
tardes a dar recitales, dos días con la banda municipal y un día como solistas,
y las noches, junto con todos los compañeros, a salir por la ciudad, huyendo
del Auditorio y entregándose a las calles madrileñas. Se formaron grupos por
edades, por intereses, por sexo, por casualidad, y en todos convergían.
Roberto era alto y huesudo, destacaba por sus
ojos negros y hundidos como si acabara de levantarse de una larga siesta o no
hubiera dormido desde hace una semana, tenía el pelo muy fino y largo,
llegándole casi hasta los hombros y solía andar a zancadas, siempre adelantado
al grupo.
Eusebio tenía la cara ovalada, la boca
pequeña y los dedos sarmentosos, como si se quisieran escapar de su mano de
tanto crecer. Solía vestir ropas dos tallas más grandes y cuando no estaba
estudiando o en clase se ponía gafas gigantescas sin cristales, en un gesto de
ocultación y afectación a partes iguales.
Sus compañeros recordarían los días de
ensayos y los exámenes frente a músicos profesionales, las discotecas y las
luces de la ciudad disueltas por el alcohol barato y la velocidad de los taxis,
los roces y los adioses prematuros; ellos lo recordarían todo con la lucidez de
quien colecciona recuerdos para enseñarlos como un trofeo, presumiendo de ellos.
Al año siguiente cumplieron su promesa y
alquilaron un piso en Madrid.
Los días se sucedían entre ensayos y
audiciones, jornadas larguísimas de trabajo acompañadas de clases particulares
que les dejaban agotados y deseando que llegara el sábado para exprimir las
horas.
Cada semana, su casa se convertía en el último reducto de cierta bohemia
literaria y musical, allí acababan los restos de la noche y se componían como
podían a sí mismos, recuperando sus piezas y volviéndose a montar mientras
alternaban música clásica con urbana, poesía en voz alta con chistes.
Eusebio y Roberto vivían con las estrecheces
propias de quien sabe que su vocación es férrea pero mal remunerada, esperando
el porvenir sin saber cómo afrontarlo. Eran, a su modo, felices.
La Fiesta
Había fantasmas, esqueletos con todos sus
huesos, payasos, brujas y brujos, Jesucristo y la Virgen María. Quien hubiera
entrado en aquel momento sin haber sido invitado, hubiera pensado que era una
réplica del infierno diseñada por un imaginativo, pero más bien pobre diablo. Se
pinchó música para la ocasión: Thriller,
Marilyn Manson, la banda sonora de Psicosis,
o los Cazafantasmas se combinaban con
efectos de sonido tétricos. La luz iba y venía. Los goznes de las puertas
chirriaban y sólo se bebía vino tinto.
Se habían propuesto dar una fiesta diferente
y lo estaban consiguiendo. Alrededor de las tres de la mañana la confusión se
había adueñado de la casa, la Virgen María volvía sin su niño del cuarto de
invitados, los payasos ya no daban tanto miedo y los brujos continuaban su
movimiento pendular, removiendo sus polvos mágicos y repartiéndolos entre
quienes querían revivir, del baño al salón, y del salón al baño.
Se escuchó un grito ahogado y se desataron
las risas, ya había ocurrido que alguien elevaba la voz para asustar o hacía
muecas exageradas, y cuanto más real parecía, más disfrutaban. Continuaba la
música y el vino desbordaba las copas, las luces relampagueaban como si hubiera
una tormenta interna a punto de desatarse en la habitación.
De la pared colgaba una sábana blanca donde
se proyectaban cortos de terror. Ejecuciones sumarísimas, secuestros y cuerpos
descuartizados se iban sucediendo sólo apoyados por los subtítulos, no hay
mayor quietud que la del ojo del huracán, dijo un personaje tras haber
disparado en la cabeza de un anciano. Qué paz, ya sólo escucho mi cabeza,
concluyó.
Al filo de las seis de la mañana, cuando ya
se habían marchado todos, Eusebio y Roberto se felicitaron y se tomaron la
última copa, dejando para el día siguiente la limpieza y limitándose a apagar
el proyector y el ordenador.
Cuando iban por el pasillo del piso hacia sus
habitaciones, la de Eusebio a la izquierda y la de Roberto a la derecha,
advirtió Eusebio un hilillo rojo que primero identificó como vino y después
imaginó como sangre. A la segunda, acertó.
La Investigación
Los policías se agolpaban en el piso ahora sí
iluminado. Eran las siete de la mañana y había amanecido súbito, como si la luz
tuviera prisa. Los intentos de reanimación surtieron efecto y, tras el susto
inicial, Luisa volvió en sí. De su brazo derecho colgaba una vía de suero
conectándola a la realidad. No recordaba nada, dijo. Se había roto la nariz al
caer.
Eusebio y Roberto balbuceaban explicaciones
torpes, inútiles ya. No sabían qué había podido pasar, había mucha gente y la
mayoría estaba disfrazada, no pudieron identificar a todos los que habían
estado en la fiesta y, para colmo, muchos no se habían descubierto el rostro
velado por las máscaras.
Una violación es una cosa seria, intenten
acordarse, por favor, señaló el inspector de policía en un tono aparentemente paternal.
Las bragas, desgarradas, aún colgaban del tirador de la puerta.
La palabra violación retumbó como un gong en
los oídos de Eusebio, quien recordó que a lo largo de la noche había oído un
grito o chillido apagándose, como si alguien lo quisiera esconder. Las risas se
imponían ahora en su cerebro y se odió por no haber identificado eso. Fue una
señal de socorro. Habló con Roberto y le preguntó si había oído algo.
Nada. Gritos, chillidos, risas y ninguno
destacó, todos me parecieron de broma, dijo Roberto.
Tras el suceso, la relación entre ambos
cambió. Roberto comenzó a evitar a Eusebio, y no ocultaba que preferiría vivir
en otro lugar. Eusebio se sentía culpable por lo ocurrido y responsable por no
haberlo evitado, no paraba de oír el grito y de elucubrar quién podía haber
hecho una cosa así. Roberto no quería hablar del tema y siempre mudaba la
conversación con frases hechas o lugares comunes.
Tras unas semanas, la policía se presentó de
nuevo. Habían encontrado algo muy importante pero antes querían hacerles unas
preguntas. Comenzaron con Eusebio. Tras la fijación de hechos relativos a
quién, cómo y porqué se organizó la fiesta, dispararon. ¿Sabías si Roberto y
Luisa tenían una relación o habían podido tenerla?
-Sí, era posible. Pero no lo sabía con
seguridad.
Roberto se enfrentó a las preguntas de los
policías sabiendo lo que ocurriría. Sus peores presagios no se confirmaron. Como
vinieron, se fueron.
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Pasaron los meses y no se volvió a hablar más
de la fiesta. Ya no vivían juntos ni se veían, sólo sabían el uno del otro por
amigos comunes. La fiesta de disfraces se difuminó hasta hacerse polvo,
desgranándose en múltiples motitas que arañaban pero no herían. Pareció
mentira.
Volvieron a verse en el aeropuerto. Habían
conseguido una beca para seguir estudiando en Europa y se quisieron felicitar.
Recordaron las mañanas cuando se levantaban temprano para ensayar y se preguntaron
por sus familias. No se dijeron nada más.
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