DE RISAS Y LLANTOS. Chris
Connor.
- No hay mayor quietud que la
del ojo del huracán.
No entendí la última frase
que me soltó Paul al irse. Esta vez se marchaba a Marruecos por unas
semanas, pero los dos sabíamos que jamás regresaría a España.
Además, no demasiado en el fondo, ambos anhelábamos la separación
definitiva.
La nuestra fue la historia de
amor más linda jamás contada. Tal y como podría sentenciar la
contraportada de cualquier novelita cursi. Realmente maravillosa. No
me arrepiento de ninguno de los momentos vividos. Y eso que los hubo
muy duros.
Paul era un ser tremendo. Se
hallaba cargado de una cantidad exagerada de energía. Demasiada para
poder canalizarla una sola persona.
Vino de Oslo un día
cualquiera.
Simplemente salió a la calle
y empezó a andar. Cuando se cansó, compró una bicicleta en una
tienda de segunda mano y pedaleó. Kilómetros y kilómetros.
No avisó a su familia de que
se iba. Lo hizo por impulso. Quizá les llamó por teléfono. No se
acuerda. Los nórdicos son así.
El caso es que llegó a
Suecia y tuvo que comprar unas alforjas para continuar su viaje.
Trabajó aquí y allá, las llenó y siguió. Cogió un ferry a
Polonia y allí continuó pedaleando hasta llegar a la EuroVelo seis,
una ruta ciclista que pasa por Austria, Alemania y Francia. Una vez
en Nantes se dio cuenta de que España estaba muy cerca. Como le
apetecía llenarse de sol, de luz y de risa siguió hasta llegar
aquí. Entonces, también por impulso, regaló su bici - o lo que
quedaba de ella - a un niño que se le quedó mirando al pasar.
En ese momento aparecí yo en
escena.
No pude evitar una carcajada
ante aquel gigante barbudo extranjero que, sin más, ofrecía su bici
a un chiquillo. Entonces él empezó a reírse también. Y, como
suele decirse, la liamos, ya que nunca más dejamos de sonreír
juntos hasta el día en que se fue.
Éramos inseparables. Yo dejé
mi aburrida carrera de filosofía, mi piso de estudiante y mi trabajo
a media jornada para convertir, en nuestros, los días.
Paul me enseñó a hacer
malabares para ganar unas monedas, a dormir mucho para no sentir
hambre, a vivir con menos de poco, a que tan sólo la risa fuera
imprescindible.
Nos comimos la vida a
mordiscos. Brindamos cada jornada por la felicidad. Fueron los días
más intensos que cualquier ser humano pueda imaginar… hasta que
llegó Luz.
Luz es nuestra hija.
Un bebé que lloraba si hacía
frío. Que no podía dormir cuando tenía hambre.
Una niña que me enamoró
desde el momento en que la vi.
A Paul no le ocurrió lo
mismo. Cierto que le hacía carantoñas y cosas así. Pero no
conseguía ser paciente con ella. No soportaba las colas para obtener
alimentos o mantas. Tampoco le cambiaba el pañal ni le daba el
biberón.
-Es que tú lo haces mejor –
me decía arrastrando las eses y las erres.
Un día, empecé a hablarle
sobre mejorar nuestra calidad de vida. Encontrar un hogar para los
tres y quizá trabajo estable.
Entonces dejó de reírse.
Yo también.
Al poco, encontró una bici
en un contenedor, y a un grupo de ecologistas que marchaban a
Marrakech, para participar en una cumbre sobre el cambio climático.
La combinación fue
demoledora para nosotras.
Desde que se fue, Luz y yo no
hemos vuelto a pasar hambre ni frío. Es algo que me juré a mi
misma. Tampoco nos reímos tanto.
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