lunes, 11 de diciembre de 2017

DE RISAS Y LLANTOS. Chris Connor.









DE RISAS Y LLANTOS. Chris Connor.


- No hay mayor quietud que la del ojo del huracán.

No entendí la última frase que me soltó Paul al irse. Esta vez se marchaba a Marruecos por unas semanas, pero los dos sabíamos que jamás regresaría a España. Además, no demasiado en el fondo, ambos anhelábamos la separación definitiva.

La nuestra fue la historia de amor más linda jamás contada. Tal y como podría sentenciar la contraportada de cualquier novelita cursi. Realmente maravillosa. No me arrepiento de ninguno de los momentos vividos. Y eso que los hubo muy duros.
Paul era un ser tremendo. Se hallaba cargado de una cantidad exagerada de energía. Demasiada para poder canalizarla una sola persona.

Vino de Oslo un día cualquiera.
Simplemente salió a la calle y empezó a andar. Cuando se cansó, compró una bicicleta en una tienda de segunda mano y pedaleó. Kilómetros y kilómetros.
No avisó a su familia de que se iba. Lo hizo por impulso. Quizá les llamó por teléfono. No se acuerda. Los nórdicos son así.

El caso es que llegó a Suecia y tuvo que comprar unas alforjas para continuar su viaje. Trabajó aquí y allá, las llenó y siguió. Cogió un ferry a Polonia y allí continuó pedaleando hasta llegar a la EuroVelo seis, una ruta ciclista que pasa por Austria, Alemania y Francia. Una vez en Nantes se dio cuenta de que España estaba muy cerca. Como le apetecía llenarse de sol, de luz y de risa siguió hasta llegar aquí. Entonces, también por impulso, regaló su bici - o lo que quedaba de ella - a un niño que se le quedó mirando al pasar.

En ese momento aparecí yo en escena.
No pude evitar una carcajada ante aquel gigante barbudo extranjero que, sin más, ofrecía su bici a un chiquillo. Entonces él empezó a reírse también. Y, como suele decirse, la liamos, ya que nunca más dejamos de sonreír juntos hasta el día en que se fue.

Éramos inseparables. Yo dejé mi aburrida carrera de filosofía, mi piso de estudiante y mi trabajo a media jornada para convertir, en nuestros, los días.
Paul me enseñó a hacer malabares para ganar unas monedas, a dormir mucho para no sentir hambre, a vivir con menos de poco, a que tan sólo la risa fuera imprescindible.

Nos comimos la vida a mordiscos. Brindamos cada jornada por la felicidad. Fueron los días más intensos que cualquier ser humano pueda imaginar… hasta que llegó Luz.

Luz es nuestra hija.
Un bebé que lloraba si hacía frío. Que no podía dormir cuando tenía hambre.
Una niña que me enamoró desde el momento en que la vi.
A Paul no le ocurrió lo mismo. Cierto que le hacía carantoñas y cosas así. Pero no conseguía ser paciente con ella. No soportaba las colas para obtener alimentos o mantas. Tampoco le cambiaba el pañal ni le daba el biberón.

-Es que tú lo haces mejor – me decía arrastrando las eses y las erres.

Un día, empecé a hablarle sobre mejorar nuestra calidad de vida. Encontrar un hogar para los tres y quizá trabajo estable.
Entonces dejó de reírse.
Yo también.

Al poco, encontró una bici en un contenedor, y a un grupo de ecologistas que marchaban a Marrakech, para participar en una cumbre sobre el cambio climático.
La combinación fue demoledora para nosotras.

Desde que se fue, Luz y yo no hemos vuelto a pasar hambre ni frío. Es algo que me juré a mi misma. Tampoco nos reímos tanto. 












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