domingo, 10 de diciembre de 2017

Concédeme tres deseos


Nada era tan idílico como podía parecer en las películas o los libros, y al salir del armario públicamente a través de un vídeo al que podía acceder literalmente todo el mundo, Marcos se dio cuenta; cuando su familia lo rechazó. No lo hicieron únicamente al dejar de ir a las comidas en las que él estaba presente, o esquivándolo cuando se topaban de bruces con él en los centros comerciales, sino que incluso su madre lo había echado de casa. Marcos se había quedado sin gente de confianza a su alrededor, sin aquellos que juraban y perjuraban, pese a sus comentarios y pullas, que eran modernos y aceptaban a toda clase de personas. No podía dejar de escuchar cómo la voz de su madre decía:

- Fuera, no quiero que vuelvas a pisar otra vez esta casa. Eres la vergüenza de la familia. ¿Sabes cuánto me ha costado crear esta buena reputación en el barrio? ¡Años! Y así me lo pagas, siendo un perturbado.

Lo peor no eran las palabras tan duras que habían salido por su boca, sino cómo las había pronunciado, al igual que si estuviera tratando de hablar de forma calmada a un asesino para que no le hiciera nada. Tampoco soportaba que lo hubiera dicho de verdad, que no hubiera dudado ni un solo segundo en apuñalarlo así. Y sin embargo, ahí se encontraba él, en la calle, rondando con una mochila llena de pertenencias y sin un rumbo fijo ni asilo para la noche. Dejó que su instinto lo guiara por las calles de la ciudad que lo había visto crecer, por lo que giró dos veces a la izquierda y una a la derecha; produciendo un rastro de vaho exhalado entre escalofríos.

Marcos se encontró de frente con un mercado ambulante nocturno. Nunca antes había ido, así que aprovechó la “oportunidad” que tenía esa noche y se mezcló entre el gentío. Fue de esa manera como sintió que formaba parte de la multitud, que no había ni una sola persona que lo mirara de forma acusadora. Fue esa sensación la que lo abrumó increíblemente, haciendo que se acordara de cómo había sentido siempre que estaba fuera de lugar. Llevaba toda la vida recibiendo las burlas de familiares y conocidos por no encajar. No era que hiciera nada en su contra, sino que simplemente no era como ellos. Y… tampoco es que lo hicieran para molestarlo. O al menos eso es lo que le habían dicho siempre que había puesto mala cara tras un comentario y una risa con la que se jactaban de que no fuera el estereotipo de lo “normal”. Supuestamente, ellos no querían que se sintiera incomprendido, pero qué fácil era tirar la piedra y esconder la mano.

Su mirada se perdió entre los infinitos objetos que estaban a la venta esa noche, hasta que se fijó en una lámpara dorada que parecía de origen árabe. Era lo más bonito que había visto en su vida, y algo hizo que se acercara al puesto para preguntar su precio. La vendedora le dijo que eran diez euros, y él le dio la mitad de lo que había podido coger rápidamente de su antigua casa. Su parte racional le decía que lo pensara mejor, que reclamara ese dinero de vuelta porque era fundamental para sobrevivir, pero no hizo caso. Mientras caminaba a buscar un refugio provisional, acarició un lateral de la lámpara, sintiendo el relieve que tenía. Inmediatamente, escuchó una voz femenina en su cabeza que le decía:

- Gracias por liberarme, Marcos. Como recompensa, te concedo tres deseos, así que piénsalos muy bien.

Se quedó estupefacto. Siempre había creído en todo lo sobrenatural, en lo místico y lo misterioso, y aún así jamás se había planteado la posibilidad de que algo así le pudiera suceder a él. En cambio, era real, lo sabía, y pensó el primer deseo. Tardó muy poco, pues lo tenía clarísimo, y ante la advertencia de la voz de la lámpara de que no contaría como uno solo, sino como dos, accedió. Todo por que se hiciera posible. Sintió como si una nube de humo se lo tragara, y cuando fue consciente de nuevo, estaba en su cama, y era de día.

- Cariño, ¿no desayunas?

Era la plácida voz de su madre, amigable por primera vez. Esa fue la primera frase de aquel tipo de las otras muchas que siguieron durante las próximas tres semanas de la vida de Marcos. Pero lo bueno no perduró mucho tiempo, y, aunque éste había pedido a la lámpara ser heterosexual para que su familia lo aceptara, no estaba, ni de lejos, en una utopía. Parecía que, de repente, todo molestara a sus familiares. Si no eran sus ruidos al masticar, eran sus comentarios irónicos, y si no, su poca efusividad. Parecía que todo lo que saliera por su boca fuera algo malo, que sus actos fueran propios de un indeseable. Nada de lo que hacía era suficiente para satisfacer a nadie. Y Marcos estaba harto, harto de fingir que se encontraba bien, que estaba conforme con el entorno en el que le había tocado vivir. Así que, en un arrebato efímero de valentía, pidió su último deseo a la lámpara.

Estaba de nuevo en la calle, justo donde había desaparecido hacía casi un mes. La única diferencia era que esta vez tenía diez euros menos en los bolsillos y las manos vacías. Al menos tenía sus pertenencias y un poco más de dinero para ir tirando durante un poco más, al menos se tenía a sí mismo y no tenía que fingir ser alguien que no era. Si su familia no estaba dispuesta a aceptarlo con sus más y sus menos, sin tomar cualquier cosa como excusa para no apoyarlo, él iría por su cuenta. Prefería una vida solitaria pero real a una rodeada de personas que no lo querían. Y entre tantos pensamientos, Marcos se preguntó qué sería lo que estaría haciendo en esos momentos la poseedora de esa voz que le había concedido los deseos que le habían abierto los ojos. 

Raquel Marín Gómez.

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