martes, 28 de noviembre de 2017

OXÍMORON, relato nº 3. José Vte.


OXÍMORON

Las primeras páginas de toda la prensa salmón traían la noticia: “El conocido empresario valenciano Ángel Farina encontrado muerto, de varios disparos, en una suite del hotel de lujo Palau de la Mar”. 

Hacía años que la economía estaba viviendo en España una etapa desconocida. El boom inmobiliario hacía de locomotora del resto de los sectores productivos y comerciales. “Una borrachera”, según se comentó por analistas objetivos. Durante los primeros años, muchos vieron crecer, exponencialmente, sus ganancias. No sólo empresarios, también particulares; todos querían invertir (especular), cada uno en la medida de sus posibilidades, en “el ladrillo”.  

Pero, la burbuja se pinchó. Y llegó “la resaca”. Era inevitable. Hubo numerosos negocios fallidos y cuantiosas pérdidas, que produjeron el hundimiento de miles de empresas y de familias.

Unos pocos, los llamados “tiburones”, como Ángel Farina aprovecharon la situación para enriquecerse a costa de los que tenían dificultades. Con maniobras al límite, o fuera, de la ley, y con una ausencia total de escrúpulos vieron crecer sus ganancias, al tiempo que hundían, definitivamente, a los que intentaban sobrevivir. Muchos vieron en la actividad de Farina el típico comportamiento mafioso.  Su frase predilecta era un oxímoron: “No hay mayor quietud que la del ojo del huracán”

Los hermanos Crespo, poseedores de una pequeña empresa, heredada de su padre y éste, a la vez, de su abuelo, engrosaron la lista de víctimas de Farina. A su padre, la ruina de la compañía, prácticamente le costó la vida (cáncer sobrevenido), y el hermano mayor, Julián, fue advertido, mediante un “accidente”, de hasta dónde estaban dispuestos a llegar, si se enfrentaba al cacique.

La peor crisis, nunca conocida, seguía haciendo estragos. Los jóvenes que terminaban sus carreras veían la imposibilidad de encontrar trabajo, especialmente, los recién licenciados arquitectos e  ingenieros. Este era el caso de Bárbara, había terminado, brillantemente, sus estudios de arquitectura y no tenía trabajo; se había cansado de enviar curriculums, sin éxito. Una tarde, recibió la llamada de Teresa, una amiga, diciéndole que la empresa donde trabajaba estaba haciendo negocios en Rusia, Qatar, Dubai, Abu Dabi ... y  necesitaba contratar a un arquitecto.

—Con lo brillante que eres y con la buena presencia que tienes (es muy importante aquí) seguro que el puesto es tuyo.

Efectivamente, la amiga de Bárbara no se equivocó en el pronóstico. Y Bárbara no pasó desapercibida. Ángel Farina, el mayor accionista del Grupo, no tardó en fijarse en las cualidades de la chica y pronto la situó cerca, tan cerca que estaba “al alcance de su mano”. Bárbara recordó la advertencia de Teresa:

—El gran jefe es adicto al sexo, ten cuidado.

Trabajar, casi codo con codo, con Farina, hizo que la relación entre ambos se estrechara: Comidas de trabajo, reuniones que terminan tarde, algún  viaje ... propiciaban el acercamiento. Él era un hombre maduro, tenía sex appeal, según las chicas de la empresa; la erótica del poder, quizás. Bárbara era una mujer inteligente y eficaz, y por ello, o a pesar de ello, muy atractiva. Era inevitable que sucediera. Los encuentros se producían en hoteles de lujo, normalmente entre semana, en la propia ciudad, y también en algunos fines de semana, en los que él escapaba del hogar familiar, con la excusa de reuniones de negocios.

Ángel enviaba a Bárbara un whatsApp con el número de habitación y ella, discretamente, acudía, evitando ser vista. Ese era el método habitual.

Esta vez, el encuentro sería en el hotel Palau de la Mar, en Navarro Reverter, y la habitación, la Suite Presidencial.

—Mañana cumplimos seis meses, Bárbara, quiero que sea un día muy especial.

—Sin duda lo será, Ángel. Cuenta con ello.

Los hermanos Julián y Pedro Crespo estaban comentando la noticia, la gran  noticia: el sorprendente suceso, el asesinato del “empresario” Ángel Farina.

—¡Cómo que empresario! Un gangster de los negocios, eso es lo que era ese hijo de puta. Se lo tenía merecido. ¡Al final parece que hay justicia divina!

—No blasfemes Pedro. La justicia divina es misericordia.

—Eres demasiado bueno Julián. No se puede ser así. Tú, precisamente, que le debes a ese cabrón estar en silla de ruedas para el resto de tu vida.

—Cálmate Pedro, por favor, que mi hija estará al caer, ya sabes que me pidió que estuvieras tú presente porque tenía que darnos una gran noticia. Hace más de seis meses que no sé nada de ella, supongo que será relacionado con el trabajo que consiguió en una de esas empresas emergentes.

La entrada de Bárbara Crespo, en la pequeña vivienda, casi interrumpe las últimas palabras entre los hermanos.

—¡Lo he hecho! ¡Le he matado!

Ellos responden, al unísono, con una mezcla de incredulidad y pánico.

—¡Qué dices que has hecho, Bárbara, por Dios!

—He hecho justicia. He acabado con el monstruo. ¡Ya no podrá hacer más daño! No sabéis lo tranquila que me he quedado. Como él decía: “No hay mayor quietud que la del ojo del huracán”.


Los medios informativos llevaban todo el día haciendo especulaciones sobre el suceso. Según el digital Valencia Plaza, “fuentes bien informadas sostienen que la policía sospecha que detrás de esta muerte puede encontrarse la mafia rusa”.

SACRIFICIOS FRÍOS. Chris Connor.

SACRIFICIOS FRÍOS. Chris Connor.


No llegué a estrenar el bañador que me regaló Alejandra.
Entre qué las vacaciones las tuve en la segunda semana de agosto y que en ese mes no dejó de llover… pues eso, que ni lo usé.
La costa valenciana es lo que tiene, gota fría a finales de verano. Pero después, viene lo que llamamos el veranillo de San Miguel, y todavía disfrutamos de semanas de calor. Sin embargo, este año no fue así. Las lluvias torrenciales precedieron a una precoz caída de hojas, así que el otoño llegó sin darnos cuenta. Y de ahí, a un invierno frío como hacía décadas que no ocurría.
Las depresiones subieron como la espuma. Los médicos llenaron sus consultas de pacientes demandando Prozac y Benzodiacepinas. Lógico. La falta de luz hace que se disparen las alarmas en zonas recónditas del cerebro. Locuras varias se acrecientan con la escasez de luminosidad.

Yo me encontraba bien. No es que estuviera muy enamorado de Alejandra, pero me sentía contento a su lado. Sin embargo, ella sí que lo estaba de mí. Son cosas que se notan.
No pudimos disfrutar de las vacaciones como esperábamos. Nos faltaron días de sol y playa, pero aprovechamos ese tiempo de ocio para conocernos más íntimamente. Recorrimos nuestros cuerpos centímetro a centímetro cada día. El calor brotaba de nosotros al amarnos, por lo que mi verano se entibió y fue más agradable.
Un precoz otoño favoreció que siguiéramos la misma marcha, pero bajo las sábanas. La novedad fue acogida con gozo por los dos durante unas semanas, aunque pronto tuvimos que usar mantas e incluso estufa cuando estábamos juntos, por lo que ya no parecía tan idílico todo.

No obstante, estuve tan agradablemente ocupado, que no fui consciente de que el invierno se alargaba más de lo que era habitual. Los fríos meses de enero y febrero, continuaron con un marzo en el que las fallas ardieron con dificultad. El cartón, mojado y medio congelado deslució la fiesta. También los pasacalles y mascletàs tan típicos en nuestra tierra valenciana, quedaron muchas veces anulados por un aguanieve, que se solidificó en pequeños copos haciendo las delicias de todos. Al menos los primeros días. Pronto, la nieve cubrió las calles de una ciudad que no estaba preparada para esos estragos invernales. La calefacción de las casas resultaba insuficiente.

Abril también fue muy duro. Ya no bastaron nuestros abrazos para entrar en calor. Alejandra y yo seguíamos acurrucándonos, pero vestidos con gruesos pijamas y tapados con varias mantas rescatadas del desván.
No pude llevarla de acampada, como le prometí. El pronóstico del tiempo seguía siendo horrible para aventurarse a dormir en tiendas de campaña. Tampoco nos planteamos cogernos unos días y viajar en avión, por la cantidad de vuelos anulados por las tempestades. Y mucho menos en coche.
No obstante, nos conformamos quedándonos en Valencia. Nos teníamos el uno al otro.
Alejandra me repetía a menudo lo mucho que me amaba y que estaría dispuesta a cualquier cosa por hacerme feliz. Entonces yo me reía y le contestaba:
- ¿Tú me calentarías los pies en tus muslos, amor?

Acabábamos muertos de risa, y los días seguían sucediéndose.
Llegó mayo, el mes de las flores por excelencia, pero no lo fue en absoluto. Muchos árboles autóctonos perecieron al pudrirse las raíces por exceso de agua y frío. No hubieron flores, por lo que tampoco frutos. Las huertas quedaron anegadas y las plantas no crecieron. Los precios se dispararon y fue difícil comer fruta y verdura fresca aquella primavera. Era inaudito. Meteorólogos y científicos trabajaban al unísono tratando de encontrar solución a los problemas que se avecinaban si el calor no llegaba pronto.
No lo hizo. Y tampoco se resolvieron las consecuencias que se derivaron de las bajas temperaturas. Yo cada vez encontraba menos calor en Alejandra. Ella parecía no captar mis bromas irónicas, se limitaba a sonreír.

El curso escolar acabó en Junio. Los alumnos abandonaron las escuelas con alegría, bien guarnecidos del frío con los anoraks y bufandas. Las piscinas se utilizaron como pistas de patinaje y pareció que el mundo seguía sin más.

Sin embargo, en la universidad, cada vez éramos más los seguidores de una nueva escuela de pensamiento social. Algunos podrían tildarla de secta, pero no lo era.
Lo cierto es que estaba encabezada por un individuo muy peculiar llamado Frans Stolz, un profesor capaz de atraer a masas de alumnos con sus discursos.
Tenía cuarenta y pocos años y un brillante currículum como historiador y filósofo. Frans nos imbuía la idea del sacrificio y del perdón tan desprestigiada hoy en día. Llevaba al presente ejemplos de otras culturas y poco, a poco, empezamos a ser partícipes de sus creencias.
A mí me gustaba pensar que era una especie de gurú. Un profeta. Un visionario.
Me proporcionaba consuelo en estos días tan duros y fríos.

A principios de Julio, Alejandra me propuso que nos fuéramos de vacaciones al pueblo de sus padres. Yo no deseaba apartarme de Frans. Además, notaba que la compañía de Alejandra me era cada vez más pesada. Me sentía frío ante sus caricias, sus mimos y sus besos. Ella insistió y yo le dije que se marchara sola, sin mí.
No quiso.
En realidad, apenas nos veíamos. Yo pasaba todo el día fuera, ayudando a Frans con los panfletos y las reuniones. Poco a poco me fui integrando en lo que parecía ser el núcleo de trabajo duro. Empecé a respaldar la causa con mis ahorros. Consideraba que el sacrificio debía comenzar por uno mismo.

Julio fue el mes más frío del que se haya tenido conocimiento en la historia. Ni siquiera bajo las mantas, junto al calor que me daba la proximidad de Alejandra, lograba librarme de las gélidas temperaturas.
En pocas semanas cumpliríamos un año de nuestro romance y yo sabía internamente que no llegaríamos al segundo aniversario.

Una tarde Frans me acompañó a casa. Yo me sentía dichoso de la confianza que me estaba mostrando, con el afianzamiento de mi posición dentro del grupo.
- Hacen falta valientes como tú – Me dijo mirándome muy serio – Hombres capaces de no amilanarse ante los acontecimientos.
Después me habló sobre calendarios Mayas, profecías escritas desde antaño. Y otra vez de la necesidad de sacrificarse por el bien común.
Lo que me impresionó mucho, fue que yo no me alarmara cuando, en aquella ocasión se aproximó a mí y me susurró al oído acerca de profecías sobre sacrificios humanos, que podrían paliar el rumbo de los acontecimientos climáticos.
- Todo está escrito en los astros- Y el dos de agosto, será el día.

Me quedé helado. Por dentro y por fuera. Ese preciso día de agosto, Alejandra y yo habíamos planeado celebrar nuestro primer aniversario juntos.
Por supuesto, no le conté nada acerca de mi conversación con Frans. De hecho, apenas hablábamos más que sobre menudencias cotidianas. Pese al frío, la cercanía de Alejandra, me provocaba repulsa. Ya no me eran indiferentes sus carantoñas. Ahora, me molestaban.

La teoría de Frans empezó a germinar en mi mente. Él y yo pasábamos muchas horas afanados en la elaboración de lo que serían las bases de pensamiento de la nueva escuela profética. Cotejábamos planos de las órbitas de planetas y estrellas y los comparábamos con antiguos escritos. Era emocionante. Me sentía parte del proyecto.

Pese a que trabajábamos sin descanso en condiciones realmente duras, puesto que no disponíamos de despachos con calefacción, era feliz. Creía en lo que hacía y pensaba que podríamos hallar la solución a toda esa locura generada por el cambio climático en el que nos encontrábamos inmersos.
Entonces me di cuenta de que aquello iba en serio. Si queríamos aprovechar la alineación de planetas anunciada por los Mayas, si asumíamos la veracidad de la profecía… el sacrificio debía hacerse el día dos. No tendríamos otra oportunidad.

Tal vez el resto del mundo no lo entendiera, y nos tachara de locos. Pero de seguir así, y no hacer nada, pereceríamos todos.
Nosotros estábamos seguros de que las tormentas cesarían, que el hielo se derretiría y por fin el calor daría paso a la vida si teníamos fe.
Todo ello sólo a cambio de una única ofrenda.
Una.
Y nadie mejor que yo sabía quién debía de ser inmolada.

La noche del uno de agosto convencí a Alejandra para cenar juntos, adelantando así la fecha de celebración de nuestro aniversario en veinticuatro horas. El día fue muy frío, sin embargo, a medida que iba anocheciendo, las nubes cubrieron la ciudad. Parecía que el ambiente estaba más templado, quizá presagio de lo que habría de venir.
Bebimos vino blanco y brindamos con champagne. Al final de la velada, Alejandra parecía aturdida. No tuve que hacer el amor con ella, pues cayó rendida en la cama.
Cuando despertó, sus tobillos y muñecas se hallaban sujetos con cuerdas. También estaba amordazada, por lo que no podía moverse apenas ni gritar. Lo intentó al ver que Frans rasgaba sus ropas a la luz de las velas.
Habíamos preparado un escenario apropiado al acto purificador.
La noche estaba silenciosa y encapotada.
Exactamente a las doce de la noche un cuchillo cayó sobre su garganta.
La sangre cubrió nuestras caras y nuestras manos.
Hans y yo hicimos lo que debíamos hacer.

Nos sorprendió el retumbar del primer trueno.
Pensamos que era la señal. Todo iba a cambiar.
Sin embargo, no escuchamos ni uno más.
La tormenta generó un aguacero de nieve que hizo que durante semanas las temperaturas cayeran en picado.
Todavía más bajas que las que habíamos sufrido hasta ahora.


Desde prisión Hans y yo seguimos el pronóstico del tiempo. Parece que durante los próximos meses el tiempo seguirá siendo tan frío o más que ahora.
















domingo, 26 de noviembre de 2017

LA HUÍDA. José Vte.

RELATO Nº 2
LA HUÍDA

Son inmigrantes. Huyen de las persecuciones religiosas, sociales, económicas, étnicas ... Ellos saben que llevan algún tiempo de ventaja sobre sus perseguidores, ¿pero, conseguirán entrar en el país de acogida? ¿Tendrán que pasar, allí, por algunos de los sufrimientos de los que escaparon?

El miedo a ser alcanzados por sus muchos enemigos, hace que sus corazones repiquen angustiosamente. En ese caso, tienen la certeza de que sus  vidas serán segadas de un tajo, significará su muerte (a veces anhelada) y el fin de su viaje.

—¿Cómo te encuentras? ¿Sigues con dolores?

—No te preocupes, estoy bien. Sigamos adelante, no podemos perder tiempo.

La mujer, aunque lo disimula, lleva días imposibles de soportar, sólo la esperanza, y a veces, la desesperanza, hacen que se mantenga firme (a los ojos de los demás).

Por fin llegan a territorio amigo. Recorren varias poblaciones en busca de refugio, pero la avalancha humana es tan grande que no consiguen encontrar un sitio para, por lo menos, pasar la noche.

Es casi madrugada en una fría noche de Diciembre, cuando consiguen encontrar acomodo en un escondido e insignificante villorrio. El cansancio y la inquietud, soportados durante el viaje, hacen que caigan en un profundo sueño.

La aurora del nuevo día permite abrigar una incierta esperanza. Durante el día son visitados por humildes nativos que, sin apenas recursos, los acogen con muestras de sorpresa y de alegría, pues es inusual la llegada de forasteros. Sin embargo, concienciados de su propia y certera indigencia, socorren y ayudan, con total generosidad,  a los recién llegados.

Cuando cae la noche, unos misteriosos visitantes se acercan al poblado y, sin dificultad,  encuentran el refugio. Irrumpen en la estancia, quebrando lo que segundos antes era apacible quietud. El terror y el silencio se apoderan de los acogidos, que cruzan miradas de angustia. El recién nacido se despierta y estalla en un sonoro llanto.

Los tres, se acercan a la cuna, miran complacidos su interior y, después, se dirigen a la madre. El primero de los visitantes, inclinándose, le entrega un sacaleches, artilugio poco conocido, que, según dice, procede de la China milenaria.

—Te será muy útil, aunque al principio te parecerá algo molesto.

El segundo, repitiendo algo parecido a una reverencia, levanta en sus manos un precioso espejo, con adornos de marquetería.

—Es de Samarkanda, te mostrará tu magnífica belleza. Es el único espejo capaz de reflejar la belleza interior de las personas.

El tercero, casi con un susurro, explica que vienen de lugares remotos: Shambhala, Macondo y Yoknapatawpha,

—Hemos coincidido en las llanuras de la antigua Mesopotamia, los tres seguíamos una estrella que, finalmente, nos ha traído aquí.

viernes, 24 de noviembre de 2017

Último relato

Hay dos opciones para escribir el último relato:
- puede ser libre
- o puede construirse un relato con la estructura in extrema res, es decir empezando por un hecho que sucede al final de la historia (Como en Cien años de soledad: "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.)
 Además, hay que incluir una frase, que puede aparecer en cualquier momento del relato, pero que debe aparecer:
“No hay mayor quietud que la del ojo del huracán”. 
¡Suerte!

martes, 21 de noviembre de 2017

¿Qué animal pone el huevo en la granja?

adonato me llaman por gracia de mi abuelo, a quien le gustaban las novelas de terror de un famoso escritor de europa del este del sigo XVIII, el cual se hacía nombrar Adonai. Continuando con mi presentación, estoy estudiando 4º de la ESO en el instituto Ferrer i Guardia de Benimaclet, un barrio de Valencia, un suburbio de los chungos de verdaD.

todo el mundo cuando se describe, suele considerarse como más o menos normal, así que no voy a ser yo uno menos: voy al insti, no hago siempre los deberes, y por las tardes salgo con los amigos a dar una vuelta, cuando no estoy en alguna de las clases del Conservatorio de Velluters donde estudio el clarinetE.

¿o tal vez no soy tan normal? Muchas veces me miro en el espejo, y me pregunto quién soy. En el instituto me pegan, y me insultan, y muchas veces me excluyen de los grupos. Supongo que sufro lo que ahora se denomina "bullyng". Ayer mismo, el Pestun (un chico de mi clase que es conocido por sus apestosos pedos de chorizo) vino enrabietado hacia mi, como si quisiera matarme, tan solo después de que le llamara. Menos mal, que estaba el Pino (otro compi de clase, que este es amigo) y se puso en medio para defenderme, porque sino hubiera quedado tan desgraciado como un chico de 1ro de bachiller que le rebentó un cohete en la cara. Pobre chaval, desde pequeño que le llamamos el patata, por su forma física; pero después de este incidente, propuse un cambio… Me planté en mitad del patio, y le llamé patata frita (ya sabéis, por la quemadura del cohete jajaja). En fin, prosigamoS.

nunca en mis 16 añitos de vida he estado tan acojonado. El día que le conté a mi madre que me pegaban en el colegio, se echó a llorar. Os puede parecer que soy un niñito de mama, y que no me atrevo a contárselo a mi padre, pero os tengo que decir que nos abandonó cuando tenía 5 años. Según me cuenta mi madre, un domingo 28 de diciembre (siempre me cuenta la fecha exacta, por la rabia que le produce desde entonces) envió a mi padre a comprar el pan para comer un poco con la paella de conejo y verduras de los domingos, pero nunca volvió. Desde entonces, mi madre sigue atascada en el 2008… y por mucho que intento ayudarla, no consigue cambiar el chiP.

trató de ayudarme, llevándome a clases de karate, para que me enseñasen defensa personal. Me miraba en el espejo y no conseguia ver un luchador nato en mi, tan solo un chico delgaducho y asustadizo. Aunque por otra parte, también tengo que decir que las clases a mí no me convencían, sobre todo cuando el profesor que las impartía parecía una copia barata del Jackie Chan. La verdad es que tenía una cara muy graciosa. Cuando le observaba en las clases mientras hacía volteretas y patadas voladoras, pensaba en cómo tan gran cabezón podía mantenerse encima de su cuello, con una forma aplanada que se parecía más a una calabaza del huerto de mi abuelo andaluz, que a lo que llaman cráneo en HousE.

-          - atención, que viene el Shin Chan de Hallowen!- exclamé en voz alta cuando nuestro profesor de karate estaba entrando en la aula. Tal vez me equivoqué diciendo eso a mis compañeros, los cuales se ve que tenían en un pedestal al maestro, pero fue algo que no pude resistir; lo mejor fue la muletilla de Hallowen (por la calabaza, ¿lo pilláis?) Por tanto (después de una llamada a mi casa ese día), hasta ahí llegué con mis clases de defensa personal para aprender a luchaR.

desesperados mi madre y yo, por conseguir que pasara una época en el instituto con menos ostias por parte de mis compañeros de aula, recurrimos a hablar con el Daddy, o sea perdón, el director del Ferrer i Guardia. Cuando habló con mi madre, le consiguió cambiar la cara por completo. Pasó de estar triste a furiosa, en menos que canta un gallo. ¿Qué le podría estar contando? Tan solo conseguía verles a través del cristal de secretaria, lo cual me hacía bastante complicado poder escuchar algo de su conversación. De pronto mi madre empezó a echarme miradas a través de los cristales a modo furtivo. No sé qué le estaban contando, pero debía  hacer ya un boicoT.

otra profesora entró en el despacho del director, y se puso a hablar con ellos. No podía irme peor en la vida. Por una parte, me cascaban la gente de mi edad y ahora por la otra parte mi único apoyo que me defendía siempre, se estaba tambaleando a ante mis narices por culpa del Daddy y la profesora de filosofía. Pasados unos minutos, terminaron de charlar y salieron fuera con un espejo en mano y con el gesto de haber descubierto un pastel oculto de manzanA.


-          - sabes cuál es tu problema de verdad?-dijo la profesora de filosofía buscando la realidaD.

lunes, 20 de noviembre de 2017

Cambios en el espejo


El espejo le devolvía siempre la mirada. Se empapaba de su estado de ánimo y se lo transmitía. Ella era una chica alegre, apasionada, que nunca se estaba quieta. Muchas veces se miraba en él cargando con su guitarra justo antes de salir por la puerta, siempre de camino a algún ensayo o a algún concierto.

La música era su vida. A los seis años había cogido la guitarra de su tío para hacer el tonto y desde entonces no la había soltado. Su tío le había enseñado a tocar y eso les había unido mucho y más aún después de la muerte de sus padres en un accidente; cosas que pasan. Se tenían solo el uno al otro. Estudió en el conservatorio y allí encontró a grandes amigos, que se convirtieron en parte de su banda. Y, a pesar de que en su vida no faltaban momentos llenos de melancolía y soledad, se consideraba una persona feliz y optimista. Pero de repente, eso cambió.

Se miraba en el espejo y ya no se reconocía. Ese espejo que le había devuelto sonrisas, guiños, miradas seductoras antes de salir de fiesta. Se quedaba parada frente a él con un nudo en el estómago, preguntándose en qué se había convertido. Y tenía miedo.

Llevaba casi cinco años saliendo con David, se veía a sí misma con él en un futuro infinito. Pero al parecer él no pensaba lo mismo, o eso le dijo: que se habían acomodado, que necesitaba aire porque se ahogaba, que ella era genial pero no era la mujer de su vida… porque resultaba que la había conocido, a la mujer de su vida. Y se fue, sin más. Ella nunca había sido de líos de una noche, solo había estado con él, pero cuando la dejó, decidió cambiarlo. Por qué no, después de cinco años se merecía algo de diversión.

Al pasar por delante del espejo, evitó mirarse. Siempre había tenido una idea de quién debía ser, siempre había sabido qué hacer. Hasta ese momento, en el que el miedo se apoderaba de ella. No había hablado con su tío en semanas, no podía. Y cuando sus amigos le preguntaban cómo estaba, ella cambiaba de tema. No es que estuviera mal, es que no sabía cómo sentirse.
Pasó por delante de una tienda de ropa de bebés y decidió entrar. Se le aceleró el pulso al ver todos esos zapatitos tan diminutos. De repente, se paró en frente de un mostrador con algunos objetos que no supo reconocer.

-           Es un sacaleches – le dijo la dependienta sonriéndole.
-          Ah… - respondió ella ruborizándose.
-          Es un engorro despertarse de noche por el dolor de pechos cuando se acumula demasiada leche.
-          Anda, nunca lo había escuchado…

Llegó a casa cargada con una bolsa. Se vio reflejada en el espejo y sonrió. Puso las nuevas adquisiciones sobre la mesa. Un chupete, un babero y el sacaleches. Suspiró y decidió llamar a su tío. Tomó un café con él y, al volver a casa, se paró delante del espejo y se acarició el vientre. Todas las dudas desaparecieron y se sintió bien. Ya no tenía miedo, porque ahora en ese espejo ya no estaba solo ella. Ahora en ese espejo eran dos. 

Julia Sanchis Moratal

Alicia a través del espejo

Era primavera en la quinta planta de El Corte Inglés y allí se encontraba Alicia, ojeando las ofertas de televisores de alta gama un sábado a las diez menos cuarto de la noche. Mientras, a su lado, su marido Juan mecía el carrito de bebés donde dormía el pequeño Ángel, un precioso niño de pelo rubio y orejitas siempre sonrojadas.

Solo faltaba un día para el primer cumpleaños del pequeñín y Alicia había decidido celebrarlo absolutamente a lo grande. Hermanos, abuelos, tíos, sobrinos, vecinos… así hasta más de cuarenta personas empezarían a llegar al chalé de la pareja desde primera hora del domingo. Habían sido muchas semanas de preparativos, pero la fiesta iba a ser tan perfecta que se hablaría de ella durante años. Y para asegurarse, Alicia no había dejado ni un solo cabo suelto.

Bueno, casi ninguno. Solo un par de horas antes, tras cerrar al teléfono los últimos flecos con los encargados del catering y desplomarse satisfecha en el sofá, Alicia intentó encender la televisión para descubrir que, contra todo pronóstico, había surgido un serio y nuevo problema. Su flamante y legendaria televisión de 60 pulgadas, el orgullo de la casa hasta la llegada del bebé, había muerto.

Así que allí estaban, a escasos minutos de que cerraran los grandes almacenes, escogiendo in extremis la televisión más grande, pero económicamente viable, que cargarían, montarían y configurarían esa misma noche. Todo para el goce, disfrute, envidia silenciosa o halago con retintín de cuantos mañana acudieran a su casa.
– Y lo cierto es que ha sido hasta un golpe de suerte – pensaba Alicia para sus adentros.

Tanto se emocionó con sus pensamientos que al pasar por delante de un espejo las vio. Dos enormes manchas húmedas en sus pechos que no dejaban lugar a la duda. Alicia corrió hacia el carrito de Ángel, y mientras se tapaba con un brazo rebuscaba desesperada en el bolso con el otro. Juan le preguntaba qué pasaba y si podía ayudarle, pero Alicia ni escuchaba ni razonaba, solo buscaba frenéticamente mientras su pecho se humedecía cada vez más y más, hasta que la humedad rebosó y comenzó a bajar por los laterales de su vestido.

- ¡El sacaleches Juan! ¡Dónde has puesto el sacaleches!

Juan, entre sorprendido y asustado contestó:

- Cariño… eh… esto… creí que lo cogías tú.

Alicia paró en seco de buscar, y comenzó a erguirse lentamente mientras sus ojos penetraban a Juan con la mirada. Un profundo silencio pareció descender sobre la quinta planta de El Corte Inglés. Pero solo lo pareció. A los pocos segundos una voz por megafonía anunciaba el cierre de los grandes almacenes, agradeciéndoles la visita y conminándoles a que volvieran otro día.

La mañana del domingo llegó, y tal y como Alicia predijo, la fiesta del primer cumpleaños del pequeño Ángel fue recordada y narrada durante años por hermanos, abuelos, tíos, sobrinos y vecinos. Hoy en día, todavía se habla de aquel comedor con muebles destrozados, los cortes y magulladuras en la cara de Juan, la ambulancia y los policías… y muy especialmente, de lo más curioso y que nadie jamás supo explicar:


Cómo pudieron acabar los restos de un viejo televisor de 60 pulgadas en lo más alto del tejado de un chalé de dos plantas con buhardilla.

domingo, 19 de noviembre de 2017

TROZO DE CIELO




Aquella mañana era fría y húmeda, protagonizada por varias nubes grises que amenazaban con estallar en tormenta de un momento para otro. Ruth se despertó a causa de unos leves y dulces jadeos, que poco a poco se convertían en un llanto hambriento. Miró el despertador, apoyado en su mesita de noche, y este marcaba las ocho y media de la mañana.

Se levantó de la cama, haciendo un gran esfuerzo por despegarse de sus cálidas sabanas y se acercó lentamente a la cuna azul celeste que se encontraba en una esquina de la habitación. Parecía que Andrés ya se había despertado, como acostumbraba a hacer. Se levantaba a primera hora para pasear al perro y después no volvía a conciliar el sueño. Se quedaba en el comedor hasta que Ruth y la pequeña Diana se despertaban, ojeando alguna revista deportiva o viendo la televisión.

Ruth se asomó a la cuna y allí estaba ella, mirándole con los ojos llorosos, esos ojos que había heredado de su abuelo materno. La levantó con cuidado y la apoyó en su pecho. La pequeña rápidamente se tranquilizó, arropada por los cariñosos brazos de su madre, pero seguía quejándose levemente, como recordándole a Ruth que era la hora de comer. Diana era un pequeña bebé de cinco meses que tenía enamorados a sus padres. Lloraba únicamente cuando era necesario y rara vez se despertaba de madrugada. Era un pequeño trozo de cielo que había alegrado la casa familiar.

Ruth recostó a Diana y se levantó su camisón de pijama. La pequeña comenzó a buscar con sus finos labios el pezón de su madre todavía con los ojos cerrados y cuando lo encontró, los quejidos y lloriqueos fueron sustituidos por ruiditos de confort. Pero, después de poco más de veinte segundos, Diana soltó la teta de su madre y volvió a quejarse mientras revolvía sus brazos. No era la primera vez que eso ocurría. Ruth desconocía si el problema era de sus glándulas mamarias, que disponían de poca leche o era cosa de Diana, que tenía problemas para absorber directamente del pecho. Para solucionar esto, todas las noches Ruth utilizaba un sacaleches, para rellenar un biberón con su leche y dárselo a Diana en caso de que rechazara su pezón. Recostó a la pequeña sobre sus muslos y después de hacerle varias carantoñas, buscó el biberón en los cajones de su mesita. Tras encontrarlo, volvió a poner a Diana de forma horizontal y le puso el biberón entre los labios. Esta vez sí que pudo comer a gusto y pasó así más de cinco minutos.

A Ruth le encantaba acariciar las sonrojadas mejillas de su hija mientras comía, ya que esto hacía que una pequeña e inocente sonrisa apareciera en su diminuto rostro. Y mientras la madre moría de ternura observando a su hija, escuchó como el timbre de la puerta resonaba a lo largo de toda la casa. Se disponía a levantarse cuando escuchó pasos, al parecer procedentes del comedor. Parecía que Andrés ya había vuelto a casa después de pasear al perro.

Antes de abrir la puerta, Andrés miró por la mirilla. Era un hombre bajito y delgado, con un paraguas negro en la mano y cubierto por una chaqueta también negra, que le llegaba casi a las rodillas. Andrés le abrió la puerta y tras saludarse, le dejó entrar. Le condujo hacia el comedor y le invitó a sentarse en el sofá. Cogió una silla y se colocó sentado enfrente de aquel hombre.

- ¿Y desde cuándo dice usted que tiene esa clase de comportamientos?- preguntó el hombre rechazando una taza de café que le ofrecía Andrés.

Andrés hundió su cabeza en el sofá y rascó su barbilla.

- Desde el accidente.

Ruth se levantó con Diana en brazos y dejó el vacío biberón sobre el colchón. Comenzó a dar vueltas alrededor de la habitación mientras susurraba una nana, pasando por encima de los montones de ropa sucia. Hacía demasiado tiempo que no hacía la colada, de hecho el cuarto entero estaba hecho un desastre. Se olvidó del desorden y siguió dando vueltas con la cabecita de Diana sobre su hombro, tratando de dormirla. Se colocó delante del espejo, que se encontraba incrustado en una de las puertas del armario donde guardaba su ropa limpia. Se encontraba ojerosa y con el pelo hecho un lío. Tenía varios arañazos en el rostro y en el pecho... ¿Cómo habían llegado hasta allí? No le importaba demasiado, estaba centrada en su pequeño tesoro.

- ¿Cuándo ocurrió el accidente?- preguntó Fran Merina, nombre con el que era conocido el delgado hombrecillo que dialogaba con Andrés.

- Un mes y dos semanas.- contestó el padre de familia.

- ¿Y a ti cómo te ha afectado?

- Bueno... me cuesta mucho dormir, he pasado la mayoría de las noches en vela. No tengo apetito y estoy siempre de mal humor... pero a mi mujer... a mi mujer le está afectando demasiado.

Diana se había quedado dormida de nuevo. Ruth se veía reflejada en el espejo, con su niña en brazos y se sentía totalmente completa.

- ¿Y cómo ocurrió?- preguntó el psicólogo.

Andrés movía constantemente los dedos y hizo una mueca de dolor. Se abalanzó sobre su taza de café y dio un largo sorbo.

- Tomate el tiempo que necesites.- añadió el psicólogo inclinándose hacia él.

- Está bien, está bien.- contestó Andrés incorporándose.- Ruth, mi mujer, se la llevó a un parque que está a un par de manzanas. La niña era muy pequeña para jugar claro, pero a Ruth le encantaba pasear por esa zona porque hay muchos pinos y naturaleza. Yo estaba trabajando y ella fue sola con la niña... la llevaba sentada en el carro y de vuelta a casa, mientras caminaban justo por la acera de nuestra calle, Ruth recibió una llamada del hospital. Le llamaban para decirle que su padre había fallecido. Ruth se despistó unos segundos del carro... hacía mucho viento y no cayó en poner el seguro...

Una lágrima cayó por el rostro de Andrés y le dio otro sorbo al café. El psicólogo escuchaba las palabras de su cliente encogido contra el sillón.

- El... el carrito fue arrastrado por el viento y fue a parar a la carretera. Un... un... un coche... un coche lo arroyó con mi hija dentro. Ruth llamó corriendo a la ambulancia pero... la niña murió durante el viaje.

Ruth seguía mirándose en el espejo. Que tranquilita se veía a Diana, relajada y cómoda apoyada en su madre. De repente, Ruth observó desde el espejo como la puerta del cuarto se abría lentamente a sus espaldas. En el cuarto entraron Andrés y un hombre desconocido. Ruth se giró hacia ellos y se colocó el dedo índice contra los labios.

- Cariño... este señor viene a hablar contigo...- dijo Andrés en voz alta.

- Shh... la vas a despertar.- contestó Ruth apretando a Diana contra ella.

El psicólogo se acercó lentamente a esa mujer ojerosa y pálida, con claros signos de heridas por autolesión. Conforme se acercaba a ella, esta se alejaba, con sus brazos colocados de forma como si sujetara a un bebé que no estaba allí.

- La vais a despertar.- repitió Ruth elevando el tono.



ADONAI SALVADOR

Presagios


El espejo estaba en la pared, enfrente de Blanca, quien lo contemplaba detenidamente. Cuando su madre murió, esta le dejó como una única herencia esa pieza victoriana que tantos detalles tenía grabados. Era cierto que en un principio no le había hecho mucha gracia, pero suponía que algún significado tendría ese pequeño tesoro. Se levantó de la cama, acercándose más para ver mejor sus detalles. De cerca, se podía apreciar que el relieve que tenía eran flores y enredaderas, que convergían en un mismo punto en la parte superior del mismo. Mientras Blanca lo admiraba, recordaba lo que el ginecólogo le había anunciado esa misma mañana: nunca podría tener hijos. Aunque todo había empezado como una revisión periódica y ella no había siquiera considerado tenerlos antes, el hecho de que ya no pudiera era devastador. Porque sí, quizá de haber cabido la posibilidad no habría sido madre, pero al menos le hubiera gustado disfrutar de que esa puerta estuviera abierta. De hecho, desde el diagnóstico no podía parar de pensar que quería un hijo, y cada vez sentía que ese deseo era más fuerte. Interrumpiendo sus cavilaciones, el espejo se iluminó de forma tenue. Sorprendida, se alejó velozmente, golpeándose por el camino el dedo meñique del pie con la pata de la cama. Al contrario de lo que podría parecer, no sintió nada, lo que la extrañó.
Pensó que era ridícula al haberse asustado por un simple reflejo, algo más que común. Sin embargo, no era solamente eso, y el espejo se lo mostró a la mujer de mediana edad emitiendo más luz de lo que parecía razonablemente posible y murmurando débilmente su nombre.


Blanca miró a través de él, intentando descubrir si eso estaba pasando o eran imaginaciones suyas. Lo que vio la dejó estupefacta: era ella misma, solo que mucho más mayor. Estaba en la cama, llorando desconsoladamente, más triste de lo que se había visto jamás. No supo cómo ni por qué, pero sabía que estaba siendo testigo de lo que pasaría años después. Tras pasar más de una hora siendo la espectadora de sus propios llantos e intentando averiguar el motivo de su aflicción, la imagen se difuminó hasta dar paso a otra muy distinta: ella en una perrera escogiendo una mascota que le hiciera compañía en los peores momentos. Con la visita, casi todos los animales, a excepción de uno, estaban entusiasmados. Pero su futuro yo no se fijó en ellos, sino en el cachorro solitario que no hacía ruido. Vio cómo lo cogía en brazos cuidadosamente y se lo llevaba lejos de ahí, dándole al fin un merecido hogar. Comprendía lo que estaba haciendo con esa acción, y no le parecía mal elegir la compañía de un pequeño animal ante la soledad que había derivado de su infertilidad. Así como la imagen vino, desapareció, y después de difuminarse al igual que la anterior vez, vino una nueva. Esta era la de Blanca muy poco más mayor de lo que estaba en la actualidad, sentada en el aseo y esperando impaciente a ver lo que ponía el test de embarazo al que se acababa de someter. Era como si se materializaran los pensamientos que había tenido por la mañana. Tenía la intención de intentar ser madre pese a todo, era consciente de que, algunas veces, personas consideradas infértiles pueden tener hijos milagrosamente. Cuando sonó la alarma del móvil que la futura Blanca se había puesto para saber que era la hora de conocer su destino, la imagen se movió de nuevo y dio paso a una cuarta.


De este modo, la mujer quedó inmersa en una espiral de presagios, enganchada al futuro. No podía parar de mirar el espejo que le anunciaba su porvenir, que la evadía de su inmediata realidad, y así pasó años. Años en los que no salía de casa, y su puro entretenimiento era ser espectadora de su propia vida. Fue así hasta que salió un día a recoger un paquete que le había llegado por correo, y, al regresar, el espejo ya no mostraba nada más que lo que reflejaría uno normal: una mujer mayor sentada ante él con la mirada perdida. Era como si este hubiera cambiado su presagio de la vida de Blanca, como si supiera que lo que vendría sería una sucesión de momentos idénticos en los que ella esperaría para siempre que se le mostrara de nuevo lo que pasaría.

Como cabía esperar, ella no estaba conforme con la idea de renunciar a su entretenimiento, porque, en el fondo, sabía que el motivo que la retenía en esa posición infinitamente era el miedo a vivir. Ese miedo que la consumía por dentro a causa de su pavor a tomar decisiones y equivocarse, a formar su propio futuro. Fue ese terrorífico sentimiento el que la llevó a romper la pieza victoriana en mil pedazos tirándola contra el suelo. El estruendo fue más que considerable, y todos los rincones de la habitación quedaron cubiertos por pequeños trozos de cristal. Sus propios pies se cubrieron de estos trozos, algunos de los cuales le causaron cortes. Pese a todo, Blanca no sintió absolutamente nada.

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Blanca abrió los ojos, impactada por los pensamientos que había tenido tras haberse desmayado por el dolor. Era cierto que siempre había tenido un poco de respeto a la toma de decisiones, pero no sabía que su subconsciente tuviera tan mala imagen de ella. También tenía que admitir que muchas veces, por no tomar una decisión a tiempo, se había perdido gran cantidad de buenas experiencias. De todos modos, aquello era agua pasada, y se alegraba de haber empezado a tomar las riendas de su vida tiempo atrás. Gracias a ese colosal cambio de actitud, había llegado a ese instante, el más feliz de su vida. Vio que el espejo que se encontraba frente a la cama estaba reflejando la silueta de un sacaleches azul.

Un enfermero entró a la habitación en la que estaba hospitalizada con un bebé entre los brazos, sacándola de su sorpresa, y le dijo:

- ¿Quiere conocer a su hijo?
- Por supuesto -respondió ella, con lágrimas de euforia que habían acudido a sus ojos en cuestión de milésimas de segundo-.

Al sostener cuidadosamente a lo que sería lo más feliz de su vida, Blanca se dio cuenta de que en la mesita del lado izquierdo de la cama había un pequeño paquete. Lo abrió, impaciente por saber lo que tenía, y al ver su contenido, sonrió enormemente. Al sacarlo, el sacaleches azul brilló reflejando la luz de los focos de la habitación.

jueves, 16 de noviembre de 2017

DE MIEDOS, SACALECHES, ESPEJOS Y OTROS SUEÑOS. Chris Connor.

Resultado de imagen de bebé

Tras un último beso, la puerta se cerró.
Sara no se sintió vacía como en otras ocasiones. Sin embargo, se notó extraña, muy acelerada. Trató de serenarse y ponerle nombre a lo que sentía. No lo conseguía.
Cerró los ojos y pensó en su relación.
Durante años los dos habían compartido los apenas sesenta metros de su domicilio, y poco más. Alguna vez llegaron a salir a la calle para tomar un bocado rápido, pero, lo cierto es que nunca habían sido excepciones realmente memorables. Las prisas y el disimulo borraban cualquier atisbo de, ya no romanticismo, sino de al menos, diversión. Él tenía miedo a que los descubrieran. Miedo a construir algo más allá de las cuatro paredes del dormitorio. Miedo, en suma.
Así que lo usual era ceñirse a la cama. A sus cuerpos. A la pasión.

Hoy más que nunca sentía el paso del tiempo. Acercándose al espejo, se miró. En los últimos meses su cuerpo estaba experimentando cambios y no precisamente a mejor. Su cabello lucía seco y quebradizo. Hacía unos días hubo de cortar su preciada melena más de lo que hubiera deseado. También su piel parecía ajada, todos los días se aplicaba una loción hidratante noche y día. Y así podría seguir con pequeños detalles como dolor de riñones al despertar, falta de sueño e irritabilidad… aunque lo más desconcertante fue descubrir que su rodilla derecha crujía.
Sí, era cierto. No se trataba de imaginaciones suyas. Chirriaba al subir las escaleras.
Esperó unos días para ver si aquel molesto soniquete cesaba por sí solo. Pero no. Ni aumentó, ni bajó el volumen. Simplemente, se quedó allí, con ella, acompañándola en los escalones.
Frustrante.
Por supuesto, consultó a su fisioterapeuta, quien le aseguró que se trataba de falta de líquido, nada más. Incómodo, desde luego. Pero no nocivo.

Pero lo peor de todo fue que hacía unas semanas que no le bajaba la regla. En los últimos años había experimentado tanto retrasos como adelantos. Y ahora se sentía rara. Como si su cuerpo le estuviera tratando de decir algo.
Su mente, últimamente se dispersaba hacia la idea de tener un bebé. Trataba de calcular los artilugios necesarios para un recién nacido: sacaleches, cunas, pañales y demás. Divagaba acerca de pedir una excedencia o no en el trabajo. Pero lo que tenía claro, es que sería una decisión unilateral. Él no participaría. Estaba segura.
En fin, que todo aquello era pensar por pensar.

Sin embargo decidió que, de aquella mañana, no pasaba. Ya estaba bien de demorarlo.
Fue a la farmacia. Compró el aparato para hacerse una prueba de embarazo. De lo más moderno, incluso era capaz de calcular el número de semanas de gestación - en el caso de que estuviera embarazada- con apenas unas gotas de orina. ¡Se acabó la era de las rayitas rosas que tantas confusiones provocaron!
Volvió a su casa. Orinó. Aguardó. Y leyó en la pantalla del artilugio el resultado: NO EMBARAZO.

Lo esperaba, aún así no pudo evitar cierta tristeza.
En el fondo, había deseado leer otras palabras en aquella pantallita.
Respiró hondo y repasó los pros y los contras de una decisión de aquel calibre.
Sonrió y se permitió soñar despierta.
Sí, lo veía ante ella. Un sonrosado bebé que le hiciera carantoñas.
¿Y por qué no?
Ahora bien, debía de ser organizada. Asegurarse de que aquello no se trataba de algún tipo de pólipo o quistecillo que le impidiera su flujo mensual.
Sara era una mujer responsable, así pidió cita en el ginecólogo.

Fue a la consulta, y tumbada en la camilla, con las piernas abiertas ante el médico, dio detalles de sus recientes dolencias. Mientras, él hacía una ecografía de su útero sin perder detalle de otra pantalla.
El hombre la miró compasivo cuando ella le preguntó si habría algún problema en dejarse las pastillas anticonceptivas y buscar el embarazo. Mostró en la pantalla algo que para ella resultaba del todo indescifrable, habló algo sobre la falta de óvulos y le aseguró que aquello sería imposible, pues se hallaba en un proceso natural, y, aunque la media de edad para la retirada de la regla eran cincuenta años, había mujeres a las que le sucedía antes y otras a las que después. Y a ella, pues le había tocado temprano, no cabía duda. De ahí la sequedad de la piel… y los desarreglos hormonales.
Sara quedó paralizada. Con apenas un hilo de voz le dijo:
- Eso es imposible
El hombre le sonrió con indulgencia, y contestó:
- Relájese. Todo esto pasará, al fin y al cabo, la madurez también puede ser interesante.
Entonces le guiñó el ojo y anotó en una receta el nombre de una combinación de isoflavonas con salvia. Se la entregó como haría un padre con su hijo travieso.
- Ande, tome, para que pueda descansar.
Entonces Sara, cerró los ojos y dejó de soñar.





martes, 14 de noviembre de 2017

Instrucciones para subir una escalera, Julio Cortázar

Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se sitúa un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).
Llegado en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.