domingo, 19 de noviembre de 2017

TROZO DE CIELO




Aquella mañana era fría y húmeda, protagonizada por varias nubes grises que amenazaban con estallar en tormenta de un momento para otro. Ruth se despertó a causa de unos leves y dulces jadeos, que poco a poco se convertían en un llanto hambriento. Miró el despertador, apoyado en su mesita de noche, y este marcaba las ocho y media de la mañana.

Se levantó de la cama, haciendo un gran esfuerzo por despegarse de sus cálidas sabanas y se acercó lentamente a la cuna azul celeste que se encontraba en una esquina de la habitación. Parecía que Andrés ya se había despertado, como acostumbraba a hacer. Se levantaba a primera hora para pasear al perro y después no volvía a conciliar el sueño. Se quedaba en el comedor hasta que Ruth y la pequeña Diana se despertaban, ojeando alguna revista deportiva o viendo la televisión.

Ruth se asomó a la cuna y allí estaba ella, mirándole con los ojos llorosos, esos ojos que había heredado de su abuelo materno. La levantó con cuidado y la apoyó en su pecho. La pequeña rápidamente se tranquilizó, arropada por los cariñosos brazos de su madre, pero seguía quejándose levemente, como recordándole a Ruth que era la hora de comer. Diana era un pequeña bebé de cinco meses que tenía enamorados a sus padres. Lloraba únicamente cuando era necesario y rara vez se despertaba de madrugada. Era un pequeño trozo de cielo que había alegrado la casa familiar.

Ruth recostó a Diana y se levantó su camisón de pijama. La pequeña comenzó a buscar con sus finos labios el pezón de su madre todavía con los ojos cerrados y cuando lo encontró, los quejidos y lloriqueos fueron sustituidos por ruiditos de confort. Pero, después de poco más de veinte segundos, Diana soltó la teta de su madre y volvió a quejarse mientras revolvía sus brazos. No era la primera vez que eso ocurría. Ruth desconocía si el problema era de sus glándulas mamarias, que disponían de poca leche o era cosa de Diana, que tenía problemas para absorber directamente del pecho. Para solucionar esto, todas las noches Ruth utilizaba un sacaleches, para rellenar un biberón con su leche y dárselo a Diana en caso de que rechazara su pezón. Recostó a la pequeña sobre sus muslos y después de hacerle varias carantoñas, buscó el biberón en los cajones de su mesita. Tras encontrarlo, volvió a poner a Diana de forma horizontal y le puso el biberón entre los labios. Esta vez sí que pudo comer a gusto y pasó así más de cinco minutos.

A Ruth le encantaba acariciar las sonrojadas mejillas de su hija mientras comía, ya que esto hacía que una pequeña e inocente sonrisa apareciera en su diminuto rostro. Y mientras la madre moría de ternura observando a su hija, escuchó como el timbre de la puerta resonaba a lo largo de toda la casa. Se disponía a levantarse cuando escuchó pasos, al parecer procedentes del comedor. Parecía que Andrés ya había vuelto a casa después de pasear al perro.

Antes de abrir la puerta, Andrés miró por la mirilla. Era un hombre bajito y delgado, con un paraguas negro en la mano y cubierto por una chaqueta también negra, que le llegaba casi a las rodillas. Andrés le abrió la puerta y tras saludarse, le dejó entrar. Le condujo hacia el comedor y le invitó a sentarse en el sofá. Cogió una silla y se colocó sentado enfrente de aquel hombre.

- ¿Y desde cuándo dice usted que tiene esa clase de comportamientos?- preguntó el hombre rechazando una taza de café que le ofrecía Andrés.

Andrés hundió su cabeza en el sofá y rascó su barbilla.

- Desde el accidente.

Ruth se levantó con Diana en brazos y dejó el vacío biberón sobre el colchón. Comenzó a dar vueltas alrededor de la habitación mientras susurraba una nana, pasando por encima de los montones de ropa sucia. Hacía demasiado tiempo que no hacía la colada, de hecho el cuarto entero estaba hecho un desastre. Se olvidó del desorden y siguió dando vueltas con la cabecita de Diana sobre su hombro, tratando de dormirla. Se colocó delante del espejo, que se encontraba incrustado en una de las puertas del armario donde guardaba su ropa limpia. Se encontraba ojerosa y con el pelo hecho un lío. Tenía varios arañazos en el rostro y en el pecho... ¿Cómo habían llegado hasta allí? No le importaba demasiado, estaba centrada en su pequeño tesoro.

- ¿Cuándo ocurrió el accidente?- preguntó Fran Merina, nombre con el que era conocido el delgado hombrecillo que dialogaba con Andrés.

- Un mes y dos semanas.- contestó el padre de familia.

- ¿Y a ti cómo te ha afectado?

- Bueno... me cuesta mucho dormir, he pasado la mayoría de las noches en vela. No tengo apetito y estoy siempre de mal humor... pero a mi mujer... a mi mujer le está afectando demasiado.

Diana se había quedado dormida de nuevo. Ruth se veía reflejada en el espejo, con su niña en brazos y se sentía totalmente completa.

- ¿Y cómo ocurrió?- preguntó el psicólogo.

Andrés movía constantemente los dedos y hizo una mueca de dolor. Se abalanzó sobre su taza de café y dio un largo sorbo.

- Tomate el tiempo que necesites.- añadió el psicólogo inclinándose hacia él.

- Está bien, está bien.- contestó Andrés incorporándose.- Ruth, mi mujer, se la llevó a un parque que está a un par de manzanas. La niña era muy pequeña para jugar claro, pero a Ruth le encantaba pasear por esa zona porque hay muchos pinos y naturaleza. Yo estaba trabajando y ella fue sola con la niña... la llevaba sentada en el carro y de vuelta a casa, mientras caminaban justo por la acera de nuestra calle, Ruth recibió una llamada del hospital. Le llamaban para decirle que su padre había fallecido. Ruth se despistó unos segundos del carro... hacía mucho viento y no cayó en poner el seguro...

Una lágrima cayó por el rostro de Andrés y le dio otro sorbo al café. El psicólogo escuchaba las palabras de su cliente encogido contra el sillón.

- El... el carrito fue arrastrado por el viento y fue a parar a la carretera. Un... un... un coche... un coche lo arroyó con mi hija dentro. Ruth llamó corriendo a la ambulancia pero... la niña murió durante el viaje.

Ruth seguía mirándose en el espejo. Que tranquilita se veía a Diana, relajada y cómoda apoyada en su madre. De repente, Ruth observó desde el espejo como la puerta del cuarto se abría lentamente a sus espaldas. En el cuarto entraron Andrés y un hombre desconocido. Ruth se giró hacia ellos y se colocó el dedo índice contra los labios.

- Cariño... este señor viene a hablar contigo...- dijo Andrés en voz alta.

- Shh... la vas a despertar.- contestó Ruth apretando a Diana contra ella.

El psicólogo se acercó lentamente a esa mujer ojerosa y pálida, con claros signos de heridas por autolesión. Conforme se acercaba a ella, esta se alejaba, con sus brazos colocados de forma como si sujetara a un bebé que no estaba allí.

- La vais a despertar.- repitió Ruth elevando el tono.



ADONAI SALVADOR

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