SACRIFICIOS FRÍOS. Chris Connor.
No llegué a estrenar el bañador que me regaló Alejandra.
Entre qué las vacaciones las tuve en la segunda semana de agosto y que en ese mes no dejó de llover… pues eso, que ni lo usé.
La costa valenciana es lo que tiene, gota fría a finales de verano. Pero después, viene lo que llamamos el veranillo de San Miguel, y todavía disfrutamos de semanas de calor. Sin embargo, este año no fue así. Las lluvias torrenciales precedieron a una precoz caída de hojas, así que el otoño llegó sin darnos cuenta. Y de ahí, a un invierno frío como hacía décadas que no ocurría.
Las depresiones subieron como la espuma. Los médicos llenaron sus consultas de pacientes demandando Prozac y Benzodiacepinas. Lógico. La falta de luz hace que se disparen las alarmas en zonas recónditas del cerebro. Locuras varias se acrecientan con la escasez de luminosidad.
Yo me encontraba bien. No es que estuviera muy enamorado de Alejandra, pero me sentía contento a su lado. Sin embargo, ella sí que lo estaba de mí. Son cosas que se notan.
No pudimos disfrutar de las vacaciones como esperábamos. Nos faltaron días de sol y playa, pero aprovechamos ese tiempo de ocio para conocernos más íntimamente. Recorrimos nuestros cuerpos centímetro a centímetro cada día. El calor brotaba de nosotros al amarnos, por lo que mi verano se entibió y fue más agradable.
Un precoz otoño favoreció que siguiéramos la misma marcha, pero bajo las sábanas. La novedad fue acogida con gozo por los dos durante unas semanas, aunque pronto tuvimos que usar mantas e incluso estufa cuando estábamos juntos, por lo que ya no parecía tan idílico todo.
No obstante, estuve tan agradablemente ocupado, que no fui consciente de que el invierno se alargaba más de lo que era habitual. Los fríos meses de enero y febrero, continuaron con un marzo en el que las fallas ardieron con dificultad. El cartón, mojado y medio congelado deslució la fiesta. También los pasacalles y mascletàs tan típicos en nuestra tierra valenciana, quedaron muchas veces anulados por un aguanieve, que se solidificó en pequeños copos haciendo las delicias de todos. Al menos los primeros días. Pronto, la nieve cubrió las calles de una ciudad que no estaba preparada para esos estragos invernales. La calefacción de las casas resultaba insuficiente.
Abril también fue muy duro. Ya no bastaron nuestros abrazos para entrar en calor. Alejandra y yo seguíamos acurrucándonos, pero vestidos con gruesos pijamas y tapados con varias mantas rescatadas del desván.
No pude llevarla de acampada, como le prometí. El pronóstico del tiempo seguía siendo horrible para aventurarse a dormir en tiendas de campaña. Tampoco nos planteamos cogernos unos días y viajar en avión, por la cantidad de vuelos anulados por las tempestades. Y mucho menos en coche.
No obstante, nos conformamos quedándonos en Valencia. Nos teníamos el uno al otro.
Alejandra me repetía a menudo lo mucho que me amaba y que estaría dispuesta a cualquier cosa por hacerme feliz. Entonces yo me reía y le contestaba:
- ¿Tú me calentarías los pies en tus muslos, amor?
Acabábamos muertos de risa, y los días seguían sucediéndose.
Llegó mayo, el mes de las flores por excelencia, pero no lo fue en absoluto. Muchos árboles autóctonos perecieron al pudrirse las raíces por exceso de agua y frío. No hubieron flores, por lo que tampoco frutos. Las huertas quedaron anegadas y las plantas no crecieron. Los precios se dispararon y fue difícil comer fruta y verdura fresca aquella primavera. Era inaudito. Meteorólogos y científicos trabajaban al unísono tratando de encontrar solución a los problemas que se avecinaban si el calor no llegaba pronto.
No lo hizo. Y tampoco se resolvieron las consecuencias que se derivaron de las bajas temperaturas. Yo cada vez encontraba menos calor en Alejandra. Ella parecía no captar mis bromas irónicas, se limitaba a sonreír.
El curso escolar acabó en Junio. Los alumnos abandonaron las escuelas con alegría, bien guarnecidos del frío con los anoraks y bufandas. Las piscinas se utilizaron como pistas de patinaje y pareció que el mundo seguía sin más.
Sin embargo, en la universidad, cada vez éramos más los seguidores de una nueva escuela de pensamiento social. Algunos podrían tildarla de secta, pero no lo era.
Lo cierto es que estaba encabezada por un individuo muy peculiar llamado Frans Stolz, un profesor capaz de atraer a masas de alumnos con sus discursos.
Tenía cuarenta y pocos años y un brillante currículum como historiador y filósofo. Frans nos imbuía la idea del sacrificio y del perdón tan desprestigiada hoy en día. Llevaba al presente ejemplos de otras culturas y poco, a poco, empezamos a ser partícipes de sus creencias.
A mí me gustaba pensar que era una especie de gurú. Un profeta. Un visionario.
Me proporcionaba consuelo en estos días tan duros y fríos.
A principios de Julio, Alejandra me propuso que nos fuéramos de vacaciones al pueblo de sus padres. Yo no deseaba apartarme de Frans. Además, notaba que la compañía de Alejandra me era cada vez más pesada. Me sentía frío ante sus caricias, sus mimos y sus besos. Ella insistió y yo le dije que se marchara sola, sin mí.
No quiso.
En realidad, apenas nos veíamos. Yo pasaba todo el día fuera, ayudando a Frans con los panfletos y las reuniones. Poco a poco me fui integrando en lo que parecía ser el núcleo de trabajo duro. Empecé a respaldar la causa con mis ahorros. Consideraba que el sacrificio debía comenzar por uno mismo.
Julio fue el mes más frío del que se haya tenido conocimiento en la historia. Ni siquiera bajo las mantas, junto al calor que me daba la proximidad de Alejandra, lograba librarme de las gélidas temperaturas.
En pocas semanas cumpliríamos un año de nuestro romance y yo sabía internamente que no llegaríamos al segundo aniversario.
Una tarde Frans me acompañó a casa. Yo me sentía dichoso de la confianza que me estaba mostrando, con el afianzamiento de mi posición dentro del grupo.
- Hacen falta valientes como tú – Me dijo mirándome muy serio – Hombres capaces de no amilanarse ante los acontecimientos.
Después me habló sobre calendarios Mayas, profecías escritas desde antaño. Y otra vez de la necesidad de sacrificarse por el bien común.
Lo que me impresionó mucho, fue que yo no me alarmara cuando, en aquella ocasión se aproximó a mí y me susurró al oído acerca de profecías sobre sacrificios humanos, que podrían paliar el rumbo de los acontecimientos climáticos.
- Todo está escrito en los astros- Y el dos de agosto, será el día.
Me quedé helado. Por dentro y por fuera. Ese preciso día de agosto, Alejandra y yo habíamos planeado celebrar nuestro primer aniversario juntos.
Por supuesto, no le conté nada acerca de mi conversación con Frans. De hecho, apenas hablábamos más que sobre menudencias cotidianas. Pese al frío, la cercanía de Alejandra, me provocaba repulsa. Ya no me eran indiferentes sus carantoñas. Ahora, me molestaban.
La teoría de Frans empezó a germinar en mi mente. Él y yo pasábamos muchas horas afanados en la elaboración de lo que serían las bases de pensamiento de la nueva escuela profética. Cotejábamos planos de las órbitas de planetas y estrellas y los comparábamos con antiguos escritos. Era emocionante. Me sentía parte del proyecto.
Pese a que trabajábamos sin descanso en condiciones realmente duras, puesto que no disponíamos de despachos con calefacción, era feliz. Creía en lo que hacía y pensaba que podríamos hallar la solución a toda esa locura generada por el cambio climático en el que nos encontrábamos inmersos.
Entonces me di cuenta de que aquello iba en serio. Si queríamos aprovechar la alineación de planetas anunciada por los Mayas, si asumíamos la veracidad de la profecía… el sacrificio debía hacerse el día dos. No tendríamos otra oportunidad.
Tal vez el resto del mundo no lo entendiera, y nos tachara de locos. Pero de seguir así, y no hacer nada, pereceríamos todos.
Nosotros estábamos seguros de que las tormentas cesarían, que el hielo se derretiría y por fin el calor daría paso a la vida si teníamos fe.
Todo ello sólo a cambio de una única ofrenda.
Una.
Y nadie mejor que yo sabía quién debía de ser inmolada.
La noche del uno de agosto convencí a Alejandra para cenar juntos, adelantando así la fecha de celebración de nuestro aniversario en veinticuatro horas. El día fue muy frío, sin embargo, a medida que iba anocheciendo, las nubes cubrieron la ciudad. Parecía que el ambiente estaba más templado, quizá presagio de lo que habría de venir.
Bebimos vino blanco y brindamos con champagne. Al final de la velada, Alejandra parecía aturdida. No tuve que hacer el amor con ella, pues cayó rendida en la cama.
Cuando despertó, sus tobillos y muñecas se hallaban sujetos con cuerdas. También estaba amordazada, por lo que no podía moverse apenas ni gritar. Lo intentó al ver que Frans rasgaba sus ropas a la luz de las velas.
Habíamos preparado un escenario apropiado al acto purificador.
La noche estaba silenciosa y encapotada.
Exactamente a las doce de la noche un cuchillo cayó sobre su garganta.
La sangre cubrió nuestras caras y nuestras manos.
Hans y yo hicimos lo que debíamos hacer.
Nos sorprendió el retumbar del primer trueno.
Pensamos que era la señal. Todo iba a cambiar.
Sin embargo, no escuchamos ni uno más.
La tormenta generó un aguacero de nieve que hizo que durante semanas las temperaturas cayeran en picado.
Todavía más bajas que las que habíamos sufrido hasta ahora.
Desde prisión Hans y yo seguimos el pronóstico del tiempo. Parece que durante los próximos meses el tiempo seguirá siendo tan frío o más que ahora.
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