Recuerdo vagamente cuando todo comenzó. Es un recuerdo lejano que sigue incrustado en mi mente como una astilla entre uña y carne. No sé si fue hace tres o cuatro años... llegó un momento en que perdí la noción del tiempo.
Todo empezó cuando el invierno se adelantó varios meses a lo habitual. El frío nos pilló a todo el mundo por sorpresa. En los países que estábamos en estaciones cálidas de un día para otro bajaron las temperaturas , mientras que en los que estaban en invierno el frío se incrementó todavía más. Este suceso sorprendió a los expertos, pero lo achacaron a un hecho aislado y vaticinaron que todo volvería a la normalidad en un par de meses. No nos quedó más remedio que creerles y confiar en que aquellas temperaturas serían algo pasajero, pero mes tras mes eran todavía más bajas. Llegó mayo, llegó junio y los termómetros seguían cayendo vertiginosamente.
El golpe climático fue más duro para los países latinoamericanos ya que no estaban acostumbrados a tal frío. Las primeras víctimas mortales no tardaron en aparecer y la población mundial nos sumergíamos en un estado de histeria, mientras los medios de comunicación y los políticos mentían descaradamente, intentando controlar una situación que parecía incontrolable.
Pasó un año de frío incesante, alcanzando a diario temperaturas bajo cero y no había atisbos de esperanza de que aquello acabara. Ningún experto meteorológico conseguía encontrar la causa de esto y las víctimas ya sumaban miles.
Como en cualquier desgracia, siempre hay alguien que saca tajada. Las empresas de climatización y calefacción registraron sus mejores ingresos en décadas mientras que los hoteles turísticos y vacacionales se hundían en la más absoluta miseria. Una capa de nieve comenzó a cubrir toda la superficie terrestre y los lagos y ríos se congelaron.
La población cada vez estaba más histérica y pronto comenzaron a haber asaltos a los supermercados y centros comerciales, buscando comida y suministros para sobrevivir, ya que llegó un punto en que salir a la calle suponía un auténtico riesgo de muerte. Los primeros en caer fueron los mendigos. Más de una vez alguna maquina quita-nieve se quedaba atrancada y al revisar el por qué, encontraban el congelado e inerte cadáver de un mendigo bajo la máquina. Los siguientes en morir fueron los niños y bebés, más propensos a resfriarse y enmudecer bajo el frío. Recuerdo ir con mi coche por el congelado asfalto y observar una escalofriante fila de bebés tirados en la cuneta, envueltos en sábanas. Sus padres eran incapaces de verles morir congelados en sus brazos y optaban por la vía menos dolorosa. Los soltaban por la ventanilla y se marchaban de allí a toda velocidad, dejando por el camino un pedazo de su alma.
Las temperaturas siguieron bajando y llegaron a un punto en el que ni los mejores calefactores del mercado podían resguardarte. A estas alturas las víctimas mortales superaban el cuarenta por ciento de la población mundial. Y fue aquí cuando todo se descontroló. La gente comenzó a huir en manada hacia las estaciones subterráneas de metro, lugares donde el frío no era tan notable. Los más fuertes y violentos consiguieron instalarse en estos lugares y sobrevivir, creando comunidades donde las leyes eran regidas por gente con facilidad para el liderazgo. Los políticos, ejército y autoridades policiales dejaron de controlar a la población, preocupados únicamente por su supervivencia personal y la sociedad se adentró en una anarquía violenta y salvaje. Se sucedían asaltos domésticos con el objetivo de robar alimentos y asesinatos que quedaban impunes. Se estableció la ley del más fuerte.
Con el pasar de los meses la población siguió bajando a un ritmo desenfrenado. Las comunidades que se establecieron en las paradas del metro, conocidos como los "Subterráneos" tenían prácticamente todos los almacenes de comida bajo su control, dirigidos por Khaleev Roggon, un ex-paramilitar ruso que se había ganado la fama de ser un líder nato. Y mientras estas comunidades se fortalecían dirigidas por sus implacables líderes, bajo ideas fascistas, los que vivíamos en la superficie caíamos día tras día.
A veces me considero afortunado por el hecho de que jamás tuve una familia. Eso me ahorró sentir dolor por la pérdida de alguien. Pasé toda mi vida entre las paredes de un orfanato, esperando la llegada de unos padres que nunca llegaron. Cuando cumplí la mayoría de edad me permitieron seguir viviendo allí hasta que pudiera valerme por mi mismo y tras años de trabajo, pude permitirme alquilarme un pequeño piso a las afueras de Manhattan. Y dos años más tarde... comenzó todo lo que os he contado. Seguramente el hecho de no tener familia sea el motivo por el que he sobrevivido tanto tiempo. Cuando comenzó la anarquía universal me convertí en un nómada. Viajaba de lado a lado del país, buscando a diario comida y lugar para dormir. Quedarse quieto en el mismo sitio durante mucho tiempo significaba morir, ya que gran parte de los supervivientes comenzaron a adoptar comportamientos caníbales. El hecho de no tener nadie a quien proteger, nadie por quien sacrificar mi vida, ni nadie por el que velar me hizo carecer de... debilidades. Me preocupó por mi, únicamente por mi... Quizá os preguntéis en qué medida me afectó esta situación... y lo cierto es que mentiría si os digo que ha sido un auténtico martirio. Nunca me ha gustado la gente. Podría decirse que la detesto. Caminar ahora por las calles y verlas silenciosas, tranquilas... me reconforta. Sé que seguramente no debería sentir esto y que estaréis pesando que estoy loco, pero es mi realidad. Vivo más a gusto desde que empezó el apocalipsis climatológico. En cierto modo, aunque suene quizás demasiado poético, creo que mi frío interior es aún más gélido que la nieve que cubre mis tobillos.
Y como os decía, vivía cómodo en esa situación. Iba de aquí a allí recogiendo comida y dormía donde podía. No me iba mal del todo. Si bien es cierto que tuve algún encontronazo con los Desdentados (nombre con el que bautice a los grupos caníbales), logré salir con vida de todos ellos y se me daba bien sobrevivir en la intemperie. Pero los problemas comenzaron cuando la comida escaseó. Podían pasar días enteros en los que no encontraba ni una migaja. Comenzaba a enflaquecer bajo mis pesados abrigos de piel y la deshidratación comenzaba a notarse en mi energía. Necesitaba comida urgentemente si quería vivir. Y lo único que podía hacer era... intentar colarme en alguna estación de metro de los Subterráneos, coger algo de comida y huir. Debía actuar rápido y salir de allí sin que nadie notara mi intrusión.
Para ello, estuve observando y estudiando los movimientos de vigilancia que realizaban en una de los bocas de metro. Los analice al detalle, memorizando todos sus horarios de cambio de vigilante y cuando la vigilancia era más escasa. En base a eso, planifique un elaborado plan para llegar hasta uno de los almacenes y huir rápidamente. Y el día que lo llevé a cabo conseguí entrar sin alertar a nadie, pero cuando me adentré en el almacén me di de bruces contra un pelotón de más de cinco hombres. Uno de ellos me golpeó con la culata de una pistola y lo siguiente que recuerdo es estar atado a una silla, en mitad de un cuarto oscuro.
Sentía arder mis muñecas, apretadas por alambre de espino, mientras el amargo sabor a sangre inundaba mi paladar. Dos hombres entraron en la habitación y encendieron las luces. Lo que vi alrededor me hizo pensar que me encontraba en lo que años atrás era un cuarto de limpieza. En cuanto observé con atención al hombre que se encontraba frente a mí, supe que se trataba de Khaleev Roggon. No podía ser otra persona.
- ¿Te gusta husmear? ¿Eh?- me dijo Khaleev mientras se quitaba los guantes. Una de sus manos carecía de tres dedos. Seguramente los había perdido a causa del frío.
Me quedé callado. Mirando al suelo mientras notaba como un gota de sangre caía de mi nariz.
- Te estoy hablando.- repitió cogiéndome de la barbilla y haciendo que le mirara a los ojos.- ¿Te envía Al-Rer?
- No sé quien es Al-Rer.- conteste casi susurrando.
- ¿No? Y si no te envía ese sucio traidor... ¿Qué cojones haces aquí?
- Solo... solo quería algo de comida. Eso es todo.
Khaleev soltó mi mandíbula y comenzó a dar vueltas a mi alrededor. Era un hombre corpulento, con su cabeza rapada y unos ojos azules que desprendían más frío que la nieve. Iba vestido con ropa térmica, que dejaba ver su enorme masa muscular.
- Entonces... ¿Eres una simple rata ladrona?
Asentí con la cabeza y al hacerlo, me impactó un terrible dolor en las sienes.
- Tienes suerte de que llevo un día de mierda y no tengo ganas de nada. Si no... sabrías lo que es sentir dolor. Y después te mataría. Pero me limitaré a matarte.
Khaleev hizo un gesto con su cabeza y el otro hombre se abalanzó sobre mi. Cortó el alambre de espino de mis muñecas con unas tenazas y me sacó de la habitación a trompicones. Me arrastró escaleras abajo, hasta que llegamos a un anden de metro, cuyas vías, a diferencia del resto, estaban cubiertas de nieve. Me quedé sorprendido ante esto. La nieve no podía haber llegado hasta las vías de forma natural, la debían de haber trasportado hasta allí... ¿Para qué querían cubrir los Subterráneos unas vías con nieve? No tardé demasiado en obtener la respuesta. Tendidos sobre la nieve totalmente desnudos se encontraban varios hombres y mujeres. Sus labios estaban inflados y morados y sus ojos, carentes de vida, fijos sobre algún punto del techo.
Mientras me arrastraban por el anden, observé como desvestían sobre este a un hombre que aparentaba tener unos cuarenta años. Se revolvía inútilmente, mientras gritaba que no tenía nada que ver con Al-Rer y su revolución. Cuando fue totalmente desnudado, uno de los hombres de Khaleev le dio una patada en el pecho, y el pobre hombre cayó de espaldas sobre la nieve. Comenzó a gritar de dolor mientras el frío congelaba sus músculos y cuando trató de ponerse en pie, recibió un disparo en el muslo que le hizo caer de nuevo. Con las manos sobre su herida de bala y entre llantos y jadeos, el hombre poco a poco se apagó, hasta que finalmente tan solo era capaz de tiritar y susurrar palabras sin sentido... hasta que finalmente falleció congelado. Me obligaron a observar todo el proceso, toda su agónica muerte. Y aquello era lo que me esperaba.
Me arrastraron hasta colocarme de rodillas justo al borde del andén. El mismo tipo que me había llevado hasta allí comenzó a quitarme la ropa. Yo no iba a suplicar. No iba a darles ese gusto. Si tenía que morir aquel día, lo haría gustoso. Lo cierto es que llegado a ese punto, la vida había carecido de sentido para mí. Sobrevivía por puro instinto. Así que si aquellos hombres me lanzaban desnudo a una piscina de nieve, seguramente me estarían haciendo un favor.
Cuando acabaron de quitarme la ropa, me agarraron del cabello y me lanzaron de bruces contra la nieve. El impacto gélido fue brutal. Noté como mis pulmones se congelaban y mi piel ardía. Escocía. Pensé en levantarme, pero sabía que solo conseguiría recibir un tiro. Me quedé allí tirado, tratando de acelerar mi muerte lo máximo posible. Y cuando comenzaba a perder la visión, gritos y disparos me hicieron espabilar. Los hombres que vigilaban el andén comenzaron a subir las escaleras con sus armas cargadas. Una retaila de disparos y gritos se escuchaban en los pisos superiores. Me levanté lo más rápido que pude. Mis músculos estaban entumecidos por el frío. Con un esfuerzo sobrenatural conseguí subir al andén y me puse mi ropa lo más rápido que me fue posible. Pese a volver a estar abrigado, sentía todavía el escozor en mi piel. Estaba seguro de que mi cuerpo se había llenado de heridas y quemazones.
Mientras subía por las escaleras, seguía escuchando el alboroto. Escuche como un hombre gritaba que se trataba de Al-Rer, que estaba realizando un golpe de estado. Aquella revolución me había salvado la vida, pero todavía me quedaba por delante un arduo desafío. Conseguir escapar de aquella estación con vida.
CONTINUARA
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