DE
MIEDOS, SACALECHES, ESPEJOS Y OTROS SUEÑOS. Chris Connor.
Sara
no se sintió vacía como en otras ocasiones. Sin embargo, se notó
extraña, muy acelerada. Trató de serenarse y ponerle nombre a lo
que sentía. No lo conseguía.
Cerró
los ojos y pensó en su relación.
Durante
años los dos habían compartido los apenas sesenta metros de su
domicilio, y poco más. Alguna vez llegaron a salir a la calle para
tomar un bocado rápido, pero, lo cierto es que nunca habían sido
excepciones realmente memorables. Las prisas y el disimulo borraban
cualquier atisbo de, ya no romanticismo, sino de al menos, diversión.
Él tenía miedo a que los descubrieran. Miedo a construir algo más
allá de las cuatro paredes del dormitorio. Miedo, en suma.
Así
que lo usual era ceñirse a la cama. A sus cuerpos. A la pasión.
Hoy
más que nunca sentía el paso del tiempo. Acercándose al espejo, se
miró. En los últimos meses su cuerpo estaba experimentando cambios
y no precisamente a mejor. Su cabello lucía seco y quebradizo. Hacía
unos días hubo de cortar su preciada melena más de lo que hubiera
deseado. También su piel parecía ajada, todos los días se aplicaba
una loción hidratante noche y día. Y así podría seguir con
pequeños detalles como dolor de riñones al despertar, falta de
sueño e irritabilidad… aunque lo más desconcertante fue descubrir
que su rodilla derecha crujía.
Sí,
era cierto. No se trataba de imaginaciones suyas. Chirriaba al subir
las escaleras.
Esperó
unos días para ver si aquel molesto soniquete cesaba por sí solo.
Pero no. Ni aumentó, ni bajó el volumen. Simplemente, se quedó
allí, con ella, acompañándola en los escalones.
Frustrante.
Por
supuesto, consultó a su fisioterapeuta, quien le aseguró que se
trataba de falta de líquido, nada más. Incómodo, desde luego. Pero
no nocivo.
Pero
lo peor de todo fue que hacía unas semanas que no le bajaba la
regla. En los últimos años había experimentado tanto retrasos como
adelantos. Y ahora se sentía rara. Como si su cuerpo le estuviera
tratando de decir algo.
Su
mente, últimamente se dispersaba hacia la idea de tener un bebé.
Trataba de calcular los artilugios necesarios para un recién nacido:
sacaleches, cunas, pañales y demás. Divagaba acerca de pedir una
excedencia o no en el trabajo. Pero lo que tenía claro, es que sería
una decisión unilateral. Él no participaría. Estaba segura.
En
fin, que todo aquello era pensar por pensar.
Sin
embargo decidió que, de aquella mañana, no pasaba. Ya estaba bien
de demorarlo.
Fue
a la farmacia. Compró el aparato para hacerse una prueba de
embarazo. De lo más moderno, incluso era capaz de calcular el número
de semanas de gestación - en el caso de que estuviera embarazada-
con apenas unas gotas de orina. ¡Se acabó la era de las rayitas
rosas que tantas confusiones provocaron!
Volvió
a su casa. Orinó. Aguardó. Y leyó en la pantalla del artilugio el
resultado: NO EMBARAZO.
Lo
esperaba, aún así no pudo evitar cierta tristeza.
En
el fondo, había deseado leer otras palabras en aquella pantallita.
Respiró
hondo y repasó los pros y los contras de una decisión de aquel
calibre.
Sonrió
y se permitió soñar despierta.
Sí,
lo veía ante ella. Un sonrosado bebé que le hiciera carantoñas.
¿Y
por qué no?
Ahora
bien, debía de ser organizada. Asegurarse de que aquello no se
trataba de algún tipo de pólipo o quistecillo que le impidiera su
flujo mensual.
Sara
era una mujer responsable, así pidió cita en el ginecólogo.
Fue
a la consulta, y tumbada en la camilla, con las piernas abiertas ante
el médico, dio detalles de sus recientes dolencias. Mientras, él
hacía una ecografía de su útero sin perder detalle de otra
pantalla.
El
hombre la miró compasivo cuando ella le preguntó si habría algún
problema en dejarse las pastillas anticonceptivas y buscar el
embarazo. Mostró en la pantalla algo que para ella resultaba del
todo indescifrable, habló algo sobre la falta de óvulos y le
aseguró que aquello sería imposible, pues se hallaba en un proceso
natural, y, aunque la media de edad para la retirada de la regla eran
cincuenta años, había mujeres a las que le sucedía antes y otras a
las que después. Y a ella, pues le había tocado temprano, no cabía
duda. De ahí la sequedad de la piel… y los desarreglos hormonales.
Sara
quedó paralizada. Con apenas un hilo de voz le dijo:
-
Eso es imposible
El
hombre le sonrió con indulgencia, y contestó:
-
Relájese. Todo esto pasará, al fin y al cabo, la madurez también
puede ser interesante.
Entonces
le guiñó el ojo y anotó en una receta el nombre de una combinación
de isoflavonas con salvia. Se la entregó como haría un padre con su
hijo travieso.
-
Ande, tome, para que pueda descansar.
Entonces
Sara, cerró los ojos y dejó de soñar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario