Tenía
los pies helados. El despertador aún no había sonado, pero los rayos de un sol
perezoso y apático se colaban por las rendijas de la persiana. Aún con un ojo
cerrado, agarré el móvil a tientas y apagué la alarma antes de que sonase.
Cuando
me dirigí a la cocina, me di cuenta de que la habitación de mi compañera de
piso estaba a oscuras, por lo que supuse que aún seguía durmiendo. A Sara le
gustaba salir por las noches, mucho. A veces me preguntaba si no se habría ido
a estudiar fuera de su ciudad natal sólo para poder tener más libertad. Hasta
donde yo sabía, sus padres no eran muy permisivos en ese aspecto, pero ahora
que estaba aquí no tenía que dar explicaciones a nadie.
En
realidad no consideraba a Sara mi “amiga”. Ese es un concepto que hoy en día se
ha generalizado demasiado. Ahora hasta el taxista que te lleva a tu casa es tu
“amigo”.
La
verdad es que compartía piso con Sara por pura casualidad: sus padres conocían
a los míos y nos fuimos a estudiar a la misma ciudad el mismo año. Nunca he
sido su confidente ni ella la mía. Era demasiado… No sabría explicarlo. Caminaba
por la vida mirando hacia todos lados, hablando fuerte, expresando su opinión
casi a gritos y riéndose por todo. Creo que la pregunta más profunda que se
había hecho nunca es “¿A qué discoteca vamos hoy?”.
A
pesar de todo, era… no diría que agradable, pero tolerable. Limpiaba su parte
del piso, fregaba sus platos cuando cocinaba (que no era muy a menudo) y no
hacía ruido excesivo a partir de cierta hora. Además, siempre se empeñaba en sacar
tema de conversación, de modo que no dejaba lugar a silencios incómodos.
Tampoco me habría importado.
En
resumen, yo me dedicaba a lo mío mientras ella saltaba de fiesta en fiesta
montada en un tren de vida que Dios sabe a dónde la llevaría.
Tratando
de no hacer mucho ruido, me preparé el desayuno y me duché. Finalmente cogí la
mochila y salí a la calle con el jersey de lana azul que me regalaste. Me lo
ponía tantas veces que habían empezado a salirle bolitas, pero me daba igual. Cuando
lo llevaba puesto sentía que eran tus brazos los que me rodeaban para darme
calor.
El
tranvía tardó más de lo habitual en llegar. Me refugié debajo del techo de
la parada por si comenzaba a llover;
otra vez se me había olvidado el paraguas. Miré al cielo con recelo: aunque
estaba despejado, sabía que podía nublarse en cualquier momento y descargar su
ira sobre mí. No sería la primera vez.
Cuando
por fin llegó el tren, los dedos de las manos ya empezaban a dolerme por el
frío, como si el invierno me hubiese dado un apretón de manos poco amistoso. Me
subí de un salto y me senté en el primer asiento que vi libre. Últimamente el
tranvía no se llenaba nunca, lo cual suscitaba en mí curiosidad y
agradecimiento a partes guales. Los escenarios comenzaron a sucederse uno tras
otro como en una película y yo saqué mi libro y me puse a leer. Enfrente de mí
se sentaron un grupo de chicos jóvenes que entre risas y alboroto se lanzaban
una pelota hinchable unos a otros, dándole golpes con las manos como si jugasen
al voleibol. Lo que me sorprendió fue que iban vestidos con bañador y chanclas.
Me quedé mirándolos perpleja.
Ese
año lo de las novatadas se les estaba yendo de las manos, sin duda. ¿Cuántos
grados podría hacer? ¿Diez? Era una locura.
Dos
paradas más adelante, me bajé.
Después
de casi cuatro años de cafés y trabajos de última hora, apenas me quedaban unos
meses para terminar Bellas Artes. Tenía pensado hacer un máster en fotografía
al acabar: para mí era algo mágico transformar un mero instante en una obra
sempiterna. Lo hermoso de la propia belleza es precisamente su fugacidad; sin
embargo, fotografiar consiste en hacer de la belleza algo incorruptible, pero
igualmente bello. Es, en definitiva, hacerle un jaque mate al tiempo, congelar
el Carpe Diem hasta hacerlo infinito. Y quien diga que eso no es magia, miente.
Esa
mañana tenía pensado seguir trabajando en mi proyecto de fin de grado. Me
gustaba cómo estaba quedando; el reto consistiría en ganarme al tribunal en la
exposición. Sin embargo, antes de seguir avanzando fui a buscar a mi tutor para
consultar con él una duda.
–Lo
siento, el Profesor Ricardo no se encuentra aquí.– fue la respuesta de la
secretaria, que me miró con el ceño fruncido.
Es
probable que él mismo me hubiese hecho conocedora de esa información, pero yo solía
pasar por alto estas cosas. Típico de mí.
Cuando
llegó medio día, el sol se alzaba en el cenit de un cielo azul y despejado que
me observaba como riéndose de mí, como invitándome a fantasear sobre el momento
en que llegaría el verano. Como si mis propios deseos de verte no fuesen
suficientes.
–Buenas–
dije al llegar al piso, más por educación que por una verdadera necesidad de entablar
conversación.
Las
paredes me devolvieron el eco de mi propia voz.
–¿Sara?
Nada.
Fui
a su habitación y me encontré la cama vacía. Últimamente no la veía apenas: se
iba antes de que yo volviese de clases y llegaba cuando yo ya me había
acostado. Aunque cueste creerlo, notaba más su ausencia que su presencia, quizá
porque ya me había acostumbrado a encontrar la música a todo volumen al volver
a casa, la televisión encendida y sus parloteos constantes dirigidos hacia
nadie en particular. Tampoco echaba en falta nada de eso.
Salí
de su habitación y dejé la puerta como me la había encontrado.
Entonces
sonó el timbre. Lo más probable es que fuese Sara diciendo que se había dejado
las llaves. No me sorprendería en absoluto.
Sin
embargo, detrás de la puerta me encontré a mi madre.
–¿Mamá?
Antes
de que pudiese preguntarle qué hacía aquí, se lanzó a mis brazos para
engullirme en un cálido y desesperado abrazo.
–¿Qué
pasa?
Ella
se separó de mí y me miró con una expresión que no sabría describir con
exactitud. La tristeza y el cariño se fundían en un sentimiento extraño que
dominaba la mayor parte de su rostro. Pero en sus ojos… en sus ojos reinaba el
miedo.
–Esto
tiene que acabar, Lisa. –las palabras salieron de su boca pendiendo de un hilo
de voz, tan débiles pero a la vez tan sentenciosas que me asustó.
–¿El
qué? ¿Qué sucede?
–¡Mírate!
Y
eso hice, pero no encontré nada fuera de lugar: aún llevaba las botas que me
había puesto por la mañana, los vaqueros negros y tu jersey de lana. La bufanda
y el abrigo me los había quitado al entrar.
–Mamá,
no entiendo…
–¡Tienes
que superarlo!
Otra
vez esa frase. Recordaba la última vez que me la había dicho. Seguía sin
entender la razón.
–¿Superar
el qué?
–Vuelve
a casa, Lisa. –su voz se transformó en una súplica, las lágrimas acumulándose
en sus ojos.
–Pero
tengo que terminar el trabajo de fin de grado, hasta que no lo presente no
puedo volver.
–La
presentación fue hace semanas –sollozó.– Lo sabes.
–Mamá,
¿qué dices? Aún quedan meses para que termine el curso.
Mis
palabras sólo consiguieron que las lágrimas comenzasen a rodar por sus
mejillas. Acercó sus manos temblorosas a mí y me tomó el rostro entre ellas.
–Mira
a tu alrededor, por favor. ¿Acaso no lo ves? Cariño –hizo una pausa, dudosa–,
él no va a volver. –en su mirada algo se rompió al decirme esas palabras, como
si temiese hacerme daño. –Se ha ido, y no va a volver.
La
miré sin entender, y cuando habló de nuevo, dijo tu nombre en un susurro:
–Jack.
–Él
volverá en junio. –contesté apenada– Aún queda mucho tiempo para eso.
Mamá
ladeó la cabeza, se separó de mí y me observó con un brillo extraño en la
mirada, completamente agotada.
–Hoy
es veintiuno de agosto.
–No.
–respondí tranquilamente.– Aún queda mucho tiempo para eso.
–¿Por
qué no lo ves, Lisa? ¡No quieres verlo! ¡Sigues enfundándote bajo capas y capas
de abrigo para no verlo! Pero este invierno está dentro de ti, ¡y no puedes
huir de él! Te empeñas en fingir que todo se ha quedado aquí porque no quieres
aceptar la realidad, porque duele demasiado. Pero la vida sigue adelante, Lisa.
Con o sin Jack, la vida sigue. –¿por qué se empeñaba en nombrarte una y otra
vez?– No puedes seguir esperándole eternamente, así sólo vas a transformar tu existencia
en un reloj de arena que te consumirá lentamente, robándote la vida minuto a
minuto. –hizo una pausa, ahogada por el llanto, y cuando volvió a hablar, sus
palabras apenas fueron un murmullo lejano– Por favor, vuelve a casa.
La
miré sin entender.
–Pero
no puedo hacer eso, el curso aún no ha...
–¡Jack
está muerto, Lisa! –estalló, exasperada– ¡Su funeral fue hace semanas!
–Eso
es mentir…
–¡Está
muerto! ¡¡Muerto!!
–¡¡Eso
es mentira!! ¡¡CÁLLATE!!
Tengo
los pies helados. Ahora estoy en un lugar bastante extraño. Observo las paredes
blancas que me rodean y la ventana al fondo. Unos rayos de sol se cuelan entre
los barrotes hasta llegar a acariciar mi piel, pero su tacto no es cálido y
suave como en verano.
A
pesar de lo que digan, yo sé que vas a volver. Me lo prometiste, me juraste que
regresarías a casarte conmigo. Tú nunca rompes tus promesas.
Aún
así, sé que cada minuto de espera sin ti será una agonía, un infierno gélido que
me asfixiará con sus manos de hielo, tratando de hacerme perder la esperanza,
la fe y las ganas de seguir con vida, tirando de mí hacia el oscuro abismo del
olvido.
Pero
también sé que cuando llegue el verano y regreses, vendrás a buscarme y nos
iremos lejos, y podremos casarnos tal y como siempre quisimos, emborracharnos
juntos de felicidad y olvidarnos de este frío mundo.
Sin
embargo, aún queda mucho tiempo para eso.
Y
tú, en mi mente, pones un dedo en mis labios y, como solías hacer, me susurras al oído con infinito cariño y esa sonrisa tan tuya:
–No
tanto como crees.
Paula Serrano Luján
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