Siempre es la misma historia. Meses y meses esperando a que sea invierno y luego este pasa como si nada, como si cuantas más ganas tenga yo de que llegue, más aumentaran las suyas de irse y no volver hasta el año siguiente. Pero esta vez no, el invierno ha llegado para quedarse. Y no solamente perdura con el constante frío, los cristales empañados o las noches interminables, sino que también lo hace con nosotros.
Ya es
el quinto mes que llevamos así. Y aunque pueda parecer que todo el mundo está
de acuerdo con esta gélida eternidad, no es cierto. El comportamiento ha ido
cambiando poco a poco a medida que el frío se instalaba en nuestros huesos. El
primer mes todo eran risas, diversión, muñecos de nieve y Navidad. Pero
conforme nos fuimos dando cuenta de que no llegaba la primavera, al igual que
el calor, toda nuestra felicidad se esfumó. Supongo que esto pasó por darnos
cuenta de que si apreciábamos tanto esta estación era porque concluía rápido,
como todo lo bueno. Y también supongo que, pese a lo que pueda parecer ahora,
esta locura climatológica concluirá.
Sin
embargo, creo que nadie opina como yo. Todos se han dado por vencidos, han
dejado que un simple cambio de temperatura los afecte hasta tal punto de que no
quieran siquiera salir de sus casas.
Piensan que si lo hacen, estarán cediendo ante la caprichosa situación,
que estarán dejando que todo continúe tal cual es ahora. No se dan cuenta de
que es al revés. Lo que fomentan con su actitud es que todo siga igual, no
están por la labor de pasar página y seguir con sus vidas. Tengo la firme
teoría de que, si hacemos como si nada pasara, de una forma u otra, esto
terminará. Puede que no físicamente, pero al menos psicológicamente no seremos
plenamente conscientes de que el invierno sigue aquí, con nosotros.
En
este preciso momento, soy la única persona que camina por la calle. Esta está
desierta, como si se tratara de un páramo aislado del resto del mundo. Por
dentro, yo también me siento así. Siento que soy el único ser vivo dispuesto a
luchar. No sé qué podría hacer para resolver toda esta desolación, este
silencioso caos. Y en ese instante, cuando las emociones me desbordan y no sé
lo que está bien y lo que está mal, decido que la mejor opción es intentar
averiguar el porqué de esta pasividad masiva. Me dirijo a la primera casa que
encuentro, y, muy poco tiempo después de llamar, una cara desconocida me abre
la puerta. Es una mujer mayor, con pelo canoso que lleva un vestido ablusado
rojo. Pienso inmediatamente que debe estar congelándose, al punto de la
hipotermia. Pero ella no parece tener frío, y me mira extrañada.
Cuando
termino de hablar con ella, me dirijo a mi casa de nuevo. Esta vez no veo las
calles vacías, sino repletas de gente que va con ropa de verano y prisa. Tal
vez la mujer llevaba razón, y era yo quien tenía algo mal en su interior, la
única persona del planeta que seguía viviendo en invierno. Todos me miraban
raro, lo que hizo que reafirmara mi teoría. ¿Pero por qué seguiría sintiendo
ese frío arrollador? Y entonces, miles de imágenes me golpearon con una fuerza
inconmensurable: yo sosteniendo la mano de mi marido, yo llorando tras su
pérdida, yo en su funeral… No quería que tanto dolor volviera a mí después de
haber conseguido bloquearlo en mi memoria. Sin embargo, supe que era imposible
evitarlo.
Desde
que murió al principio del invierno, nada había vuelto a ser como antes. La
gélida estación se había quedado en mi interior, se había fusionado conmigo
hasta conseguir una perfecta simbiosis. En cambio, el verano se había ido con
él, dejando el caos a su paso y una sensación helada que jamás lograría
superar. Sí, ese era un punto de no retorno, y sí, el invierno sería eterno, pero lo prefería de ese modo. Que volviera el verano sería para mí mucho más devastador que aquello, significaría que el calor retornaría, aunque esta vez sin él.
Raquel Marín Gómez
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